La extraordinaria, artística, familiar y mundana vida de Joaquín Sorolla
El gran pintor valenciano, del que este año se cumple el centenario de su muerte, fue rico, famoso y feliz al lado de su mujer, Clotilde, hasta su prematuro y triste final
Otros genios como Charles Chaplin, Edgar Allan Poe, Louis Armstrong o Coco Chanel fueron huérfanos igual que Joaquín Sorolla. El cólera se llevó a los padres del pintor valenciano, quien, como sus afines de orfandad, pareció iniciar una búsqueda incesante, como la de John Wayne y Jeffrey Hunter en Centauros del Desierto (algo menos angustiosa), y paralela: la búsqueda de los padres perdidos representada en el destino de la vida. Una suerte de metáfora parental.
La vida, el arte, la belleza y la luz como antídoto y olvido y tierra de la desgracia: «El arte no tiene relación con la fealdad o la tristeza. La luz es la vida de todo lo que toca; así que cuanta más luz haya en la pintura, más vida, más verdad, más belleza tendrá». Sus más de tres mil pinturas (también se dice que fueron más de cinco mil, incluyendo sus bocetos) contrastan con las menos de cincuenta que realizó otro genio como Vermeer. La necesidad de expresión artística constante (pintaba todos los días y solo paraba para comer y dormir la siesta hasta que llegaba la noche), también en constante evolución que, a pesar de ser conocido universalmente por sus obras del mar, le hizo inclasificable.
Sorolla fue y es un pintor famosísimo y paradójicamente desconocido por su magnitud artística y numérica. El artista niño de las marinas valencianas impresionantes o el adolescente impresionado por los impresionistas que siguió siendo en su vida adulta. La impresión perenne, entre tanta repetición, también en la vida y con Clotilde, la hija del fotógrafo a cuyo servicio entró a trabajar y con la que acabó casándose y a la que escribía una carta todos los días cuando estaban separados (y ella a él) y le enviaba un ramo de flores. Sorolla quería volar de Valencia y la oportunidad surgió cuando la Diputación Provincial convocó un concurso para conceder una beca de estudios en Roma.
Tenía 21 años, presentó su obra El Grito del Palleter (El Palleter fue el sobrenombre de Vicente Doménech, que según la leyenda fue el primer español en levantarse contra Napoleón) y aceptó el premio que ganó con ironía, confesándole a un amigo: «Para darse a conocer y ganar medallas, hay que hacer muertos». Ya conocía a Velázquez, se rebelaba como estudiante frente al corsé de la escuela y ahondaba en el realismo que terminó aderezando, alimentándolo (incluso con el fauvismo o el guache de sus posteriores impresiones neoyorquinas) hasta hacerlo propio.
Después de casarse, de vivir en Italia, de algunos reveses de los críticos y de quedar definitivamente atrapado por el impresionismo, se instaló con su familia en Madrid, donde a los pocos años alcanzó una fama casi heroica. A partir de ahí fue la luz su guía, como una estrella en su Mediterráneo. Viajó por toda Europa y realizó retratos, que le hicieron millonario, a los más relevantes personajes de su época (desde el rey Alfonso XIII, hasta Galdós o Louis Comfort Tiffany, fundador de la famosa casa) que también fueron sus amigos. Los veranos en Jávea, sin embargo, produjeron las pinturas que él mismo consideró como las mejores de su carrera, con la luz ya como absoluta protagonista, como El Sol de la Tarde o El Bote Blanco.
La obra de su vida, según confesión propia, fueron los paneles que le encargó para su biblioteca la Hispanic Society de Nueva York en los últimos años, la encomienda final o una suerte de techo de una Capilla Sixtina sorollista. Fueron los años en que compró el solar y construyó su casa en la calle del General Martínez Campos de Madrid con el dinero que recibió de la institución estadounidense y con la intención de que a su muerte fuera el museo que actualmente es, y cuando ya hacía décadas que era considerado una estrella absoluta en toda Europa y Estados Unidos. Poco después de terminar los paneles sufrió un derrame cerebral que le impidió volver a pintar hasta su muerte (se le paralizó la mano izquierda y era zurdo), tres años después. Un hecho que describió de forma cruda y exacta su amigo Ramón Pérez de Ayala, como triste epílogo de una vida extraordinaria, artística, familiar y mundana:
"Una fina y templada mañana madrileña del mes de julio, en su jardín, Sorolla pintaba el retrato de mi mujer, observándole yo, a su lado. Éramos los tres solos, bajo una pérgola enramada. Levantóse una vez y se encaminó hacia su estudio. Subiendo los escalones, cayó. Acudimos mi mujer y yo en su ayuda, juzgando que había tropezado. Le pusimos en pie, pero no podía sostenerse. La mitad izquierda del rostro se le contenía en un gesto inmóvil, un gesto aniñado y compungido, que inspiraba dolor, piedad, ternura. Comprendimos la dramática verdad; la cuerda, extremadamente tirante, se había quebrado …».