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Alberto Giacometti en su taller de Montparnasse en 1964

Cinco obras de Giacometti, el artista fascinado por sus visiones que escapó de los nazis en bicicleta

La imagen típica que le consagra y con la que se le asocia más popularmente es la de sus figuras huesudas, consumidas, como los presos de los campos de concentración

Alberto Giacometti fue un Dostoievski o un Rilke en su escultura prosística y poética. Estaba destinado a ser artista, rodeado de ellos, y al final lo fue, uno de los grandes, desviándose de cualquier posibilidad de utilizar una cuchara de palo. Su padre, pintor, fue quien descubrió su talento.

El arte egipcio y sus figuras estilizadas dejaron una profunda e imborrable huella. En su juventud el cubismo era la vanguardia que él trató de conjugar con el clasicismo. Alcanzó la fama entre la vanguardia de París, adonde marchó desde Ginebra, de la que huyó durante la guerra y a la que volvió tras su fin.

El hombre que camina (1961)GTRES

Se sumergió en el surrealismo con las dudas del genio artista insatisfecho que siempre busca más allá: de lo clásico al cubismo, del cubismo a la realidad, de la realidad de ganarse la vida como se la ganaba, haciendo lámparas decorativas, de la fusión de ambas existencias, la real y la metafórica: el arte bullendo en él, arrasando su pensamiento.

El gato (1954)

La conclusión final fue su obsesión por representar la realidad desde su visión personal, el sello único del artista, el existencialismo que excava en uno mismo sin fin y va sacando objetos, corrientes, impresiones, el realismo desde el surrealismo, desde el tacto, desde la vida toda, desde la mirada en la que miraba a sus amigos e influencias como Sartre, Picasso, Miró o Samuel Beckett, su amigo del alma.

Busto de Diego (1950)Museo Reina Sofía

De la fijación por la mirada y sus bustos y sus cabezas a la atención por el cuerpo, por la figura entera. Las estatuas alargadas, estiradas, pétreas o como de barro, esculpidas a pellizcos: el reflejo de una actividad creativa íntima frenética en constante búsqueda, en constante alerta y más allá de lo recóndito en la realidad social que le obligó a escapar de París y de los nazis en bicicleta: un Tour de Francia desesperado.

La nariz (1950)

Entonces, en medio de la alarma completa, apareció la depresión que siempre le acompañaría. Le dejaría y le acompañaría, le dejaría y le acompañaría sin cesar, como las visiones de su arte y la visión icónica, la imagen típica que consagra al artista, la de sus figuras huesudas, consumidas, como los presos de los campos de concentración nazi.

Bola suspendida (1931, versión de 1965)Fundación Giacometti

Él mismo fue una de sus figuras andantes, escuálidas y quijotescas en vida, siempre en su pequeño taller alquilado en su juventud de Montparnasse, incluso convertido en un mito, en un gigante enjuto, curtido, esculpido al que se podía ver por la calle, ya viejo, aunque no demasiado, y sin embargo un niño como suspendido en su bola.