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Haruki MurakamiEFE

Murakami o la Mona Lisa de los candidatos al Nobel

El escritor japonés figura, años tras año, como máximo aspirante al premio de la Academia sueca

Son muchos los candidatos al Nobel de Literatura que se anunciará mañana en torno a las 13 horas. Académicos y profesores universitarios nominan a sus favoritos, de los que luego el comité del galardón elige sus preferencias hasta llegar al ganador. Los 10 millones de coronas suecas (980.000 euros), o el laurel que no obtuvieron Tolstoi, Borges o Galdós, bien podrían ser para el español Javier Marías, desde hace años siempre en las quinielas.

Joyce Carol Oates, heredera de Faulkner, Don DeLillo, Cormac McCarthy o el esquivo Thomas Pynchon aparecen entre los estadounidenses. El kafkiano albanés Ismael Kadaré o el francés Michel Houllebecq. La autora de la distópica novela El cuento de la criada, convertida en exitosa serie televisiva, Margaret Atwood; el argentino César Aira o la rusa Ludmila Ulitskaia son algunos de los más repetidos en los pronósticos, pero ninguno aparece con tanta fuerza, igual que todos los años (a pesar de que hoy el favorito en las casas de apuestas es el poeta y novelista rumano Mircea Cartarescu), como el japonés Haruki Murakami.

Murakami, autor de Tokio Blues o Kafka en la orilla, es casi el equivalente, en candidato al Nobel de Literatura, de la Mona Lisa en el arte. Uno piensa en el cuadro más famoso del mundo y aparece el retrato de Leonardo, igual que uno piensa en el más famoso candidato al premio de las letras de la Academia sueca y se le aparece el japonés.

A la imagen del eterno aspirante sólo le falta aparecer en anuncios por estas fechas al modo de las estrellas de Hollywood. El escritor que con recurrencia nos habla de música (y con pasión del jazz, con Thelonius Monk como repetido protagonista), en cuyas obras aparecen gatos sin solución, decidió entregarse de repente a la literatura mientras asistía a un partido de béisbol: «El golpe de la pelota contra el bate resonó por todo el estadio y levantó unos cuantos aplausos dispersos a mi alrededor. En ese preciso instante, sin fundamento y sin coherencia alguna con lo que ocurría a mi alrededor, me vino a la cabeza un pensamiento: Eso es. Quizá yo también pueda escribir una novela. Aún recuerdo la sensación. Fue como agarrar con fuerza algo que caía del cielo despacio, dando vueltas. Desconozco la razón de por qué cayó aquello entre mis manos».

Dice escribir diez páginas a diario, como cualquiera que acude a su trabajo, aunque admite que para él escribir es un alivio psicológico porque «no hay nada más estresante para un escritor que sentirse obligado cuando no tiene ganas».

Pérdida de referencias

Con 40 años se marchó de Japón harto de las críticas de sus compatriotas: «Lo original puede convertirse en un motivo de repulsión, de rechazo», afirmaba. Y todo a pesar de que el sector editorial nipón, como la economía en general, marchaba a un ritmo fulgurante. «A mí aquel ambiente, justo antes de cumplir los cuarenta años, es decir, en un momento crucial de mi carrera como escritor, no me agradaba especialmente. Hay una expresión en japonés que alerta sobre el peligro de cuando uno se dispersa o se le altera el corazón, y eso es exactamente lo que ocurrió entonces. La sociedad en su conjunto perdió las referencias y todo el mundo se puso a hablar solo de dinero. No era un ambiente que invitase a sentarse tranquilamente a escribir una novela».

Mucho se ha hablado del escritor de Kioto como de un autor occidentalizado. En su ensayo Los mundos de Haruki Murakami, Justo Sotelo considera, en cambio, que se trata de «un autor japonés hasta la médula por mucho que maneje –y con gran solvencia- determinados referentes de la otra parte del mundo. Su imaginario se nutre de elementos tomados de ambas culturas».

Contó Murakami en De qué hablo cuando hablo de escribir, en clara referencia a Carver y su De qué hablamos cuando hablamos de amor, que sus primeros escritos no le satisfacían y por ello comenzó a escribir en un inglés que no dominaba, en el que solo podía escribir frases cortas y simples. «Por muchas emociones complejas que albergase, no podía expresarlas tal cual». Y sin embargo aquello le proporcionó su estilo: «El lenguaje debía ser simple, las ideas estar expresadas de un modo fácil de entender, debía eliminar todo lo superfluo en las descripciones hasta transformar el contenido en algo compacto que cupiera en un recipiente limitado. El resultado era considerablemente tosco, pero avanzar con esas dificultades dio lugar a una especie de ritmo en las frases que constituía un estilo».

No se sabe si el sueño de Murakami es ganar el Nobel o si, como en el proceso de sus cuentos («sombras delicadas que he puesto en el mundo, huellas borrosas que han dejado mis pies»), no le preocupa el fracaso. «Incluso en el caso de maestros del género como F. Scott Fitzgerald y Raymond Carver -hasta en el caso de Antón Chéjov- no todos los cuentos son obras maestras. Esto es para mí un gran consuelo», confesó. No parece descabellado pensar que, si mañana el cuento vuelve a ser el mismo, también le sea un gran consuelo.