En el otoño de Thoreau
El octubre de Walden no es octubre
La fábula educativa del singular autor de Concord permanece oculta bajo las hojas caídas
La noche del 4 de julio de 1845, Henry David Thoreau se fue a vivir a orillas de la laguna de Walden, a unos kilómetros de Concord, Massachussets, donde había construido una pequeña cabaña con sus propias manos. «Fui a los bosques porque quería vivir deliberadamente; enfrentar solo los hechos esenciales de la vida y ver si podía aprender lo que ella tenía que enseñar. Quise vivir profundamente y desechar todo aquello que no fuera vida...para no darme cuenta, en el momento de morir, de que no había vivido».
Esto hizo durante dos años, dos meses y dos días y lo escribió en Walden o La vida en los bosques, donde los principios del conocido extracto anterior recorrían la economía y la agricultura y la lectura y la escritura y la contemplación de la naturaleza. Dijo su amigo y protector, Ralph Waldo Emerson: «Pocas vidas contienen tantas renuncias. No se preparó para ejercer profesión alguna; nunca se casó; vivió solo; jamás iba a misa; nunca votó; se negó a pagar impuestos al Estado; no comía carne ni bebía vino ni supo lo que era el tabaco; y, aunque era naturalista no empleaba trampas ni armas. Escogió, sin duda sabiamente para él, ser el soltero del pensamiento y de la Naturaleza. No tenía talento para la riqueza y sabía ser pobre sin el menor asomo de falta de pulcritud o de elegancia. Acaso dio con su forma de vida sin demasiada premeditación, pero la aprobó a la postre con sabiduría…».
Para nosotros, para hoy, es octubre. Sólo nos disponemos a vivir octubre cuando Thoreau fue a «vendimiar los prados a la ribera del río». Y se cargó de racimos, «más preciosos por su belleza y fragancia que como alimento». Es octubre y la vida es otra para los que no pueden renunciar y se casan y forman familias a las que mantener, además de al Estado, y comen lo que pueden y beben y fuman y hacen trampas. Y viven en la ciudad y no piensan y sueñan con la riqueza y temen y sufren la pobreza sin elegancia.
¿Quién advierte el susurro de las hojas caídas?
No es recomendable extremar las posiciones. Entre unas y otras está la sociedad entera, nosotros. Pero es octubre, cuando Thoreau admiró los arándanos salvajes, sin tomarlos, «…pequeñas gemas de cera, aderezo de las hierbas del prado, nacaradas y rojas, que el granjero arranca con un feo rastrillo poniendo en la lisura de aquél una mueca de cólera, y que mide solamente a tanto el peso, vendiéndolas —despojos de las vegas— en Boston y en Nueva York, donde serán aplastadas para satisfacer el gusto de los amantes que de la Naturaleza hay allí. Igual arrancan los matarifes la lengua el bisonte, en plena pradera, sin importarles la planta rota y caída…».
Es octubre y Thoreau combate los límites desde el suyo. Escribe y, sobre todo, vive sin concesiones desde una soledad consciente y deseada. Desde sus convicciones atávicas, como cuando rechazó violentamente a una admiradora, «la señorita Ford», que quería casarse con él: «Le devolví un distinguido "no", tal y como he aprendido a pronunciar después de considerable práctica, y confío en que este "no" haya tenido éxito. De hecho, lo que deseaba de verdad era que explotase, como una bala hueca, después de acertar el tiro, penetrar y hacerse sentir. No había otra manera. Lo cierto es que no había previsto un enemigo así en mi carrera».
Es octubre en el mundo, como lo fue en Walden, donde «era fascinante el recorrer en esa estación los por entonces ilimitados castañares de Lincoln que ahora duermen su sueño eterno bajo el ferrocarril, hato al hombro y vara en la mano, para abrir las cascaras espinosas, pues no siempre aguardaba a las heladas, entre el susurro de las hojas caídas y los sonoros reproches de la ardilla roja y de las chovas, cuyas semi consumidas nueces yo hurtaba, seguro de que las cardas por ellas elegidas encerraban buen fruto…».
Un fin del mundo en cada frase
No son fascinantes las estaciones aquí (o no tanto), a este lado de Walden como A este lado del paraíso. ¿Quién advierte el susurro de las hojas caídas? ¿Quién observa los castañares durmiendo bajo un sueño eterno? ¿Qué son las hojas? ¿Y los castañares? «Buscando un día lombrices para pescar di con la glicina en su vaina (Apios tuberosa), la patata de los aborígenes, especie de fruto fabuloso que empecé a dudar si había comido o visto alguna vez, incluso de pequeño, como he dicho en alguna ocasión, y no simplemente soñado». Hoy no hay tiempo para descubrir tubérculos bajo la tierra, pero sí podemos leer que un hombre lo tuvo, el tiempo, y que los encontró, los tubérculos. La utopía. Y que desde entonces descubrió «las flores rojas aterciopeladas y en frunces, apoyadas sobre los tallos de otras plantas».
Dice Thoreau que a aquellas flores la agricultura las exterminó. Cada párrafo es un pequeño exterminio de cuyo principio el autor se rebela. Como un pequeño fin del mundo en cada frase que lucha por sobreponerse a la existencia, que lucha contra ella, desechándola, como si no fuera vida. Hay en Walden, en los bosques del alma que crecían por dentro de Thoreau, una rebeldía iracunda por el transcurso de los tiempos a su alrededor.
«Pero, dejad que vuelva a reinar la Naturaleza salvaje una vez más, y los tiernos y exuberantes granos ingleses desaparecerán probablemente frente a una miríada de enemigos; que falte el cuidado del hombre, y el grajo devolverá hasta el último grano al vasto maizal del dios de los indios, allá en el suroeste, de donde se dice que fuera traído por él; y puede que la glicina, hogaño casi extinta, reviva y florezca llena de pujanza, a pesar de las heladas y de la broza, y se revele auténticamente indígena, para asumir de nuevo su antigua importancia y dignidad como sustento de la tribu cazadora…».
Es octubre y las últimas avispas se recluyen en agujeros y oquedades de donde las expulsamos al descubrirlas, molestos, asustados. A Thoreau, en cambio, le halagaba que hubieran considerado su casa como un refugio deseable. Y observaba sus costumbres y las seguía al amanecer a la ribera noreste de su laguna «donde el sol que se reflejaba en los sotos de pino teas y en la orilla pedregosa se transformaba en llar», mientras pensaba que es mucho más agradable y sano calentarse por el sol que, mientras se pueda, por el fuego artificial. Es la singular forma de Thoreau de comparar la naturaleza y las costumbres, que siempre caen derrotadas con estrépito frente a aquellas.
Harían falta muchos paletazos para librar de sus dichos a los viejos sabelotodo
Ni siquiera el fuego era un «hecho esencial de la vida». De nuestra vida colmada de hechos accidentales. Pero es octubre y ha llegado el momento de construir la chimenea para el invierno donde es más esencial que poner un ladrillo sobre otro observar el mortero adherido a ellos, del que se dice que sigue endureciéndose con el tiempo. «Las cosas que a los hombres les gusta decir y repetir hasta la saciedad sean verdad o no». Es el Thoreau que construye la chimenea para «retirarse a sus cuarteles de invierno» mientras sugiere que «harían falta muchos paletazos para librar de sus dichos a los viejos sabelotodo».
«Dediqué mucho tiempo a la construcción de esta chimenea, que consideraba la parte más vital de la casa. La verdad es que trabajé con tanta parsimonia que, si bien empecé a nivel del suelo por la mañana, una hilada tan sólo, de apenas unas pocas pulgadas de altura, me sirvió a la noche como almohada (…) pensando que, si el progreso era lento, el resultado duraría mucho tiempo…».
La chimenea esencial de Thoreau, el espíritu, afirmada en el suelo, «que se eleva más allá de la casa para alcanzar los cielos; e incluso si ésa resulta destruida por un incendio, aquélla permanece en ocasiones aún erguida, dando prueba conspicua de su importancia e independencia…».
Para cuando Thoreau la acabe «el viento norte habrá empezado a refrescar la laguna» y nosotros nos abrigaremos y ya no será octubre quién sabe si porque «la cultura es más misteriosa que la ignorancia». Ese octubre de Thoreau no se ve por ningún lado bajo las hojas caídas del tiempo, pero nunca es demasiado tarde para retirarse a soñar, incluso a vivir, a Walden. Siempre «queda más día por amanecer».