Ensayo / Pensamiento
Oh, no, otro libro sobre la corrección política
Caroline Fourset, conocida militante feminista francesa, presenta un ensayo con luces y alguna sombra, sobre la invasión de las políticas de identidad sobre nuestra libertad de pensamiento
PENÍNSULA / 155 PÁGS.
Generación ofendida: de la policía cultural a la policía del pensamiento
Hace unas semanas, el profesor Higinio Marín contaba que en la antigua Grecia había una palabra para el que no podía tomar la palabra en público: idiota. No era tanto el que tiene una tara psicológica, sino una tara política. El que no tiene nada que decir o, todavía peor, el que cuando habla lo hace sin voz propia, como parte de un coro. En la sociedad contemporánea tenemos ese riesgo: una opresiva domesticación mediática de las opiniones. Opiniones dominantes que van a convertir el mundo en una monocromía. Es el ambiente que describen palabras como «corrección política», «cultura woke» o «política identitaria». Corrientes que, como afirmaba monseñor Horacio Gómez, obispo de Los Ángeles, en la presentación del Congreso Católicos y Vida Pública (que se celebra estos días y que precisamente tratará este tema), son una suerte de pseudoreligiones que han venido a rivalizar y querer reemplazar las creencias cristianas tradicionales. Se trata de corrientes que pueden hacer inhóspito el espacio público porque lo niegan de raíz. Niegan todo tipo de vínculo más allá de compartir un color de piel o una posición en la sociedad.
El asunto es de plena actualidad, y aunque más arraigado en Estados Unidos, ya hay suficientes visos de existencia en Europa. Prueba de ello es este Generación ofendida. De la policía cultural a la policía del pensamiento, de Caroline Fourest, que se suma a una larga lista de ensayos dedicados a diagnosticar esta situación: La masa enfurecida de Douglas Murray, La casa del ahorcado de Juan Soto Ivars, La neoinquisición de Axel Kaiser o Morderse la lengua de Darío Villanueva, por nombrar algunos de los más destacados.
La autora es una conocida defensora de la causa feminista, antirracista y homosexual en Francia, con trayectoria académica elitista y actividad cultural que compagina la dirección de cine con la docencia universitaria. Para abordar el asunto se presenta como defensora de una izquierda universalista, admiradora del mayo del 68, del que afirma que es el máximo damnificado por la irrupción de las políticas identitarias. Además, se escandaliza de que la censura de los movimientos woke se haya aplicado a autores izquierdistas y que toda esta situación suponga una ganga para los conservadores que, según la autora, aparecen ahora como campeones de la libertad.
Por tanto, nos encontramos con una autora de denuncia la censura (con una expresión afortunadísima: «el confort de tirano») y la falta de libertad de expresión, pero con una rémora ideológica que no le permite dar pasos más allá de una nostalgia por la igualdad: no pronuncia ni una vez la verdad como elemento común de construcción social.
Ahora bien, encontramos en la obra de Fourset elementos de diagnóstico acertados y una propuesta de solución que resultan llamativos en cuanto que pueden suponer lugares de encuentro dispuestos a hacer más habitable el ágora común.
Entre los elementos de diagnóstico, Fourest señala la deriva de la izquierda identitarista; los medios de comunicación digital; y la enseñanza universitaria donde los alumnos se han convertido en clientes.
Denuncia la censura y la falta de libertad de expresión, pero con una rémora ideológica que no le permite dar pasos más allá de una nostalgia por la igualdad
No es nada benevolente con cierta izquierda, que vislumbrando un desplome en las encuestas ha abrazado, tanto en una como en otra orilla del Atlántico, las políticas identitarias buscando una rentabilidad electoral. Abandono de puntos de vista ilustrados por políticas pueriles, evitando toda discusión e imponiendo emociones.
También localiza otro foco en el «feminismo interseccional», aquel que subraya que la cuestión no es saber si un hombre dominante viola a una mujer, sino si ese hombre pertenece a una minoría cultural o no. Si tal es el caso, se sale en su defensa en detrimento de la denuncia de violación. El famoso «no es el qué, sino el quién». «Dime cuál es tu origen y te diré si puedes hablar. (…) El mero hecho de tener un determinado color de piel, puede permitir a una escritora colocarse en el mismo lugar de una madre que acaba de perder a su hijo y volver a cerrar el cajón que ella había abierto con un ánimo político».
Por supuesto las redes sociales y el periodismo digital son parte de «los malos vientos inquisidores», como dice Fourest. «Chillamos a través de nuestro teclado», pero además es que se comprueba que calificarse de ofendido o víctima llama mucho más la atención: «Una chispa así permite hacerse amigos y hallarse en el centro de la actualidad». A todo esto, el periodismo digital no ayuda. Porque esa interactividad hace que la prensa reaccione por todo, cada vez más rápido y sin tiempo de reflexión. Claro, la victimización abusiva suele corresponder a temas fáciles de escribir, en poco tiempo, que provoca además muchas reacciones: el ciberanzuelo ideal para redactores sin tiempo para discriminar entre lo significante y lo insignificante.
Fourest, profesora universitaria, no duda en describir la universidad actual: la universidad del miedo. Un lugar donde se enrola en lugar de enseñar a crear, donde se prima una postura victimista que ha renunciado a la razón, y donde los alumnos se comportan como tiránicos clientes. Relata con escándalo como los profesores están siendo obligados a emitir trigger warnings, esto es, advertencias de posibles situaciones ofensivas para alumnos que tienen la posibilidad de retirarse del aula antes de verse afectados. Como los rombos aquellos en televisión, con la diferencia de que ahora estamos hablando de adultos funcionales.
En esta universidad la confrontación es vista como agresión, por tanto, desparece toda sana discusión ni debate contradictorio que pueda sacudir las convicciones ni identidades propias.
Fourest, profesora universitaria, no duda en describir la universidad actual: la universidad del miedo.
En cuanto a los caminos de solución, Fourest tira de cierta vanidad y relata una visita como profesora invitada a Hollins, un campus estadounidense reservado solo para mujeres. Ante un conato de queja victimista por apropiación cultural (otro concepto muy querido por la autora para su análisis crítico) propuso una regla para sus clases: las alumnas debían hablar de todo, a riesgo de ofender. Un «espacio seguro» para el delito de opinión, una aplicación de la audacia universitaria. «Las estudiantes, por fin, se autorizaron a debatir entre ellas. Tímidamente, temblando, pero se prestaban al juego. Sus cuerpos tiesos se aflojaban. Sus bocas se descosían. Temían a sus compañeras, pero estaban volviendo a pensar en voz alta. Y con gusto. Tan solo bastaba con neutralizar el terror que otras habían instaurado. La curiosidad de esta generación y su sed debatir no piden otra cosa que expresarse. Lo único que falta es impedir que los tiranos dicten la ley en los campus. Y apoyar a los profesores que resisten».
He aquí otra clave. Sí, la solución está en los valientes, seguros de sus convicciones, pero las instituciones, las autoridades universitarias, deben reconstruir la autoridad del profesor, tan minusvalorada en los últimos años en pro del alumno-cliente.
Vuelvo a las palabras del profesor Higinio Marín con las que abría esta reseña. En nuestra tradición occidental tiene un valor fundamental el orden de lo común, que exige estar a la altura de nuestro tiempo. Para ello se requiere comprenderlo, con reflexión y estudio. Porque lo más dificultoso está en oponerse a los cánones de lo políticamente correcto, precisamente porque supone un destierro inmediato. Por lo tanto, se necesita coraje y valentía, sí, pero también empeño tozudo en entender las cosas, y hacer justicia a la verdad. La diga quien la diga.