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Memorias de una Europa desgarrada

Se cumplen veinte años del fallecimiento de W. G. Sebald, un artesano de la palabra cuyas historias nos hablan de memoria y vida

ANAGRAMA / 304 PÁGS.

Austerlitz

W. G. Sebald

W. G. Sebald falleció en diciembre de 2001 como consecuencia de un accidente de tráfico. Su vehículo se estrelló contra un camión un 14 de diciembre en las carreteras de Norwich, la ciudad donde enseñaba desde hacía décadas. Parece que la causa del choque fue un ataque cardíaco. Este escritor alemán se encontraba en la cúspide de su carrera literaria. Un mes antes se acababa de publicar Austerlitz. Tenía 57 años y se había convertido en una las voces más seductoras de la literatura europea de entresiglos. 

Muchos lectores encontraban en sus obras un universo cercano que les atrapaba y conmovía a partes iguales. Como suele suceder con todos los escritores apreciables, los críticos y los imitadores se arremolinaban tras su estela. Pero, sobre todo, generaba más de un quebradero de cabeza a sus editores y a los libreros de medio mundo. ¿Cómo calificar una obra tan incalificable? ¿Se trataba de literatura de viajes? ¿Era ficción? ¿Historia o ensayo?

En realidad, Sebald fue todo eso y mucho más. Pocos autores tan contemporáneos y, a la vez, tan extemporáneos. Era un artesano de la palabra que jugueteaba con los géneros literarios con una desvergonzada promiscuidad y unos usos lingüísticos muy del gusto decimonónico. Sus historias nos hablan de memoria y vida. Porque quiso recuperar los rostros de todos aquellos personajes que el pasado expulsó a los márgenes de la existencia y que se quedó sin contar. Como estampilló en uno de sus haikus, «sin contar/ queda la historia/ de las caras/ vueltas hacia otro lado» (recopilados en Sin contar, editados en español por Nórdica Libros). Su proyecto narrativo, ante todo, buscaba contar todas estas historias.

Muchos lectores encontraban en sus obras un universo cercano que les atrapaba y conmovía a partes iguales.

Este particular estilo se condensó en Austerlitz, otra de sus obras de género indefinido, que se convierte en una novela que se escapa de las fronteras de la ficción. El narrador, que se parece mucho al propio Sebald, nos cuenta sus encuentros con un extraño y erudito profesor, Jacques Austerlitz, al que conoce tomando notas en la estación de Amberes. Está obsesionado con una investigación sobre edificios públicos monumentales. Sebald nos invitaba a continuar un recorrido por las pequeñas historias que venía hilvanando con Vértigo (1990), Los emigrados (1992) o Los anillos de Saturno (1995). Aquel primer encuentro entre los dos protagonistas inicia una relación que se va afianzando a partir de citas ocasionales en diversos lugares de Europa y en diferentes momentos. Se trata de una búsqueda mutua que nos permite descubrir quién es en realidad Austerlitz. O, sería mejor decir, que nos permite acompañarlo en su autodescubrimiento.

Austerlitz es un personaje desconoce su origen e, incluso, el nombre que le pusieron al nacer. Él mismo reconoce que no supo bien quién era en su infancia y adolescencia. Las escasas pertenencias que lleva en la mochila son la única cosa realmente fiable en su vida. El desarraigo emerge del desgarro de la Segunda Guerra Mundial. Al final, sabremos que es un niño judío que vivió en aquella Praga de las tierras de sangre y que sus padres, como tantos otros, terminaron engrosando la trágica lista de prisioneros en los campos de concentración nazis. Es la historia del rescate de una vida robada o, al menos, de las escasas claves existenciales que han pervivido con el paso del tiempo.

Sebald creía que necesitamos contar estas historias para que el mundo no se agote. Narrar es una forma de reparar el sufrimiento y el dolor. Esta forma de memoria era una lanzada contra el silenciamiento de las voces de las víctimas, sustancialmente las de la Soah. Y es que creció en un hogar alemán donde el silencio fue la forma de evadir las responsabilidades familiares, ya que su padre perteneció a la Wehrmacht. Nunca le contó nada de aquellos años trágicos. En el fondo, podemos leer toda su obra como un intento de desactivar esa conjura silenciosa de la niñez. No es extraño que su relación con su tierra natal fuera atormentada, lo que no impidió que escribiera Sobre la historia natural de la destrucción (1999), un ensayo histórico que intentó rescatar la despiadada realidad de los bombardeos aliados sobre las ciudades alemanas.

Austerlitz es, como han reconocido algunos de sus críticos, una obra en la que no pasa nada. Pero los lectores entendemos que no nos hace falta una trama elaborada para saber que la vida está pasando ante nuestros ojos. Veinte años después continúa siendo una lectura que nos zarandea y nos demuestra la extraordinaria madurez narrativa de quien consideró que la memoria era la espina dorsal de la literatura. La mirada sebaldiana ya es una forma de encarar literariamente la indagación sobre el pasado europeo y, por extensión, sobre nuestra propia humanidad herida.