Ficción / Novela
Último verano de Nivea, piscina y Tigretón
Lola Mascarell rememora la infancia de los 80 a partir de la venta de un chalé familiar en el Levante en una novela que no se decide a ser tal
tusquets / 272 págs.
Nosotras ya no estaremos
«¿A quién llamaré cuando tenga que poner en marcha el depurador de la piscina?», se pregunta en las páginas iniciales de este libro su protagonista, a la que suponemos treintañera, recién adquirida su plaza fija de profesora. Parece una frase baladí, pero encierra la desazón de una generación tardía que empieza a entender que las dos anteriores (padres y abuelos) vienen de retirada y les toca a ellos ocupar la primera línea de fuego sin haber leído antes las instrucciones de uso de la vida.
Para esta protagonista sin nombre (evocada como «la niña» en pasado), la evidencia llega en el momento en que sus padres ponen a la venta el chalé familiar de un pueblo levantino. «Lo viejo se hace viejo cada vez más temprano», reflexiona. Y actúa rebelándose contra la peor de las obsolescencias, la de la memoria, adoptando una actitud que sus hermanos no dudan en considerar infantil: comprar la casa o, al menos, intentarlo; hacer tiempo mientras el banco responde y contener la presión de un comprador misteriosamente obcecado en la parcela.
En ese punto arranca Nosotras ya no estaremos, debut en la narrativa de la poeta Lola Mascarell (Valencia, 1979) elogiado por Luis Landero y Carlos Marzal. No cuesta entender que se hayan dejado seducir por el «encanto y poesía» (Landero dixit) de esta evocación de infancia, en tercera persona, que se va alternando con las lentas evoluciones o inacciones de la protagonista en presente y primera persona. Mascarell se mueve ágil y grácil en el trazo de sus vivencias y nos hace entender la importancia de que la memoria preserve receptáculos que lo contengan; por ejemplo, una casa (Algo más que una casa, tituló Francis Scott Fitzgerald uno de sus cuentos en el Post).
En esos veranos de Tigretón, piscina y pelota azul de Nivea, cuando cualquier niño con bici era Induráin, en la fuerte corporeidad repentina de los objetos (casi podemos ver y tocar de nuevo las bolsas del pan «de arpillera y con cierre fruncido»), y los primeros conatos de la sexualidad y el miedo y la fantasía, nos reconocemos con una sonrisa acibarada los niños de los 80/90.
Mascarell se mueve ágil y grácil en el trazo de sus vivencias y nos hace entender la importancia de que la memoria preserve receptáculos que lo contengan
Hay, además, aunque no sea explícito, mucho para reflexionar sobre el apego feroz de las nuevas generaciones a los orígenes una vez caída la careta del desarrollismo, la necesidad de aferrarse nuevamente a las cosas frente a la noción boomer de progreso continuado. Hay una sensibilidad muy contemporánea y pujante en este rebelarse a la desaparición de los objetos, esa nostalgia que busca ocupar el hueco dejado, especialmente en el Levante, por ese paso indiscriminado y exprés del «campesinado pobre al empresariado modesto», que decía Chirbes. Un regreso a «todo lo que era sólido» aunque sea con la herramienta más lábil del mundo, los recuerdos. La generación que no tiene ni dinero ni iniciativa (las dos cosas que hicieron el Levante de ladrillo) toma partido ahora por la inactividad y la nostalgia.
Hasta aquí, las memorias.
Y a partir de aquí, la novela; es decir, el sustento narrativo, la percha en la que Mascarell ha puesto a orear sus recuerdos, como esos pulpos estirados que ves en Denia y Santorini.
Desde el principio hay una predisposición a plantear, paralelamente a la evocación, una trama y un misterio, el «inesperado secreto familiar» que augura la sinopsis. Queremos saber que será de la venta de la casa (¿se resolverá a favor de las pretensiones de la protagonista?) y cuáles son los motivos del comprador, que se dibuja como una némesis estereotipada de la voz narrativa. Pero cuando Mascarell se lanza a «resolver», todas las casillas del panel están en blanco. De manera que la «novela» propiamente dicha se reduce, como mucho, a un tercio del total y se desarrolla de manera apresurada desde un tanteo de tintes sórdidos que haría las delicias de Sara Mesa hasta un folletín comprimido de amor y memoria histórica que sirve de argamasa para juntar las piezas y dar motivos a personajes que están muy lejos de interesar a la autora.
Desgraciadamente, queda la sensación de que, no pudiendo o no queriendo ceñirse exclusivamente al recuento de los recuerdos, o en su caso, dar a cada cosa su espacio replanteando la obra, Mascarell resuelve a trompicones una trama en la que nunca pone demasiada convicción, con un misterio que –aunque se justifique como homenaje de la hoy escritora a la niña fantasiosa que fue– parece incrustado sólo para darle categoría de novela a lo que empezó como una suma de sensaciones y flashazos de la memoria.