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Detalle de portada de «El año del búfalo» de Javier Pérez AndújarAnagrama

Como búfalo en cacharrería

Pérez Andújar entra a saco en sus obsesiones setenteras en el último Premio Herralde de Novela con un libro-performance que exige la rendición incondicional del lector

anagrama / 250 págs.

El año del búfalo

Javier Pérez Andújar

Imaginen entrar en un gabinete de curiosidades que a su vez contiene un centro de arte contemporáneo con videoinstalaciones que reflejan collages hechos a base de retazos de fanzines y proclamas del TBO.

Todo suena extraño y abigarrado, sí. Incluso puede resultar entretenido durante un tiempo, pero ¿hasta cuándo? Esa es la pregunta que le asalta al lector (o a mí, en concreto) ante un ovni de este calibre, último premio Herralde de Novela.

Intentaremos ser precisos, dentro de lo que cabe: El año del búfalo de Javier Pérez Andújar es una novela dentro de otra novela escrita por Folke Ingo, autor finlandés, que alterna las tribulaciones y digresiones de cuatro personajes confinados por oscuros motivos (personajes a caballo entre Beckett y Pirandello), con distintas psicofonías, que actúan a modo de entradas de la Wikipedia, que dan cuenta de sucesos de diferentes «años del Búfalo», especialmente 1973, que reflejan el fracaso de los procesos de descolonización y la lucha comunista en el mundo. Paralelamente, todo un aparato crítico de pies de página de distintas voces (la traductora, la madre de Ingo, el Ministerio de Humanidades, etc…) corre bajo el texto, pugnando por «colonizar» espacios del relato principal, alzarse con la hegemonía de la narración.

Hasta ahí, el resumen más posibilista.

Nada de lo que pueda decirse de este libro («no hay manera de llamarlo novela», asegura el propio Pérez Andújar) tiene sentido sobre el papel. En la experiencia de enfrentarse a él radica su sentido. Pues el autor (¿quién es el autor?) se expresa a través de las conexiones entre sus personajes y las infinitas claves que van descorriendo, de la alta cultura a la popular, del humor sofisticado al casposo. Más que ante una novela coral o interactiva, estaríamos ante una obra en blockchain, donde cada conexión activa toda la red. Es difícil explicarlo.

Nada de lo que pueda decirse de este libro tiene sentido sobre el papel. En la experiencia de enfrentarse a él radica su sentido

Volvamos entonces a la pregunta inicial: ¿hasta cuándo puede resultar entretenido este artefacto? Dependerá mucho del gusto del lector y su capacidad de dejarse secuestrar por completo, sin concesiones, por las obsesiones setenteras de Pérez Andújar. El año del Búfalo es café para muy cafeteros, para lectores de la línea dura de Anagrama, esos que encuentran en la experimentación y la libertad creativa a ultranza un valor literario en sí mismo. 

Para que la obra funcione, el autor requiere del lector un concurso demasiado extremo, que esté dispuesto a jugar al juego del Búfalo hasta el infinito aunque en el primer tramo haya desentrañado el mecanismo del chupete. Los incondicionales de la vanguardia encontrarán un placer salvaje en esta obra que, hablando tan prolijamente sobre los años 70, se mimetiza también a la perfección en lo formal con esa década de rupturas.

El año del Búfalo es café para muy cafeteros, para lectores de la línea dura de Anagrama

En la página 42 de El año del Búfalo, el autor (sea quien sea) recuerda una acción artística de 1962 «donde George Maciunas y todo el grupo Fluxus sierran un piano, se suben encima, lo demuelen y lo aniquilan mientras proceden a ejecutar una partitura musical». Es aproximadamente la impresión que deja esta obra: algo así como una jam session de las monomanías, mitomanías y hobby horses (usamos la palabra conscientemente, como guiño al Tristam Shandy que, junto con Cervantes, se ha usado para referirse a este libro) del barcelonés, que aniquila la ¿novela? para depurar el concepto, como después de un elaboradísimo happening se cuelga en las paredes del MoMa una simple instantánea.

Mucho hay de performance en el libro de Pérez Andújar. Un destilado artístico del desencanto, aunque sin perder la guasa ni caer en la complacencia, por suerte. El propio autor confiesa en una entrevista que su «presente se acabó en 1973». Como Folke y sus colegas, vive confinado en un tiempo que fue, cuando la revolución aún era posible, cuando había algo más que hacer que meterse las manos en los bolsillos y esperar sin esperanzas. 

El modo que ha encontrado el catalán para hacérnoslo saber es osado y gamberro, sin duda, pero está pidiendo a gritos alguien al otro lado demasiado parecido a él. Ojalá encuentre muchos y esta crítica no sea más que una nota a pie de página de un reseñista que pasaba por ahí y no se enteró de la misa la media.