Monumentos históricos en «la era del escándalo»
Keith Lowe analiza veinticinco monumentos con temática de la Segunda Guerra Mundial, desde «La Madre Patria te llama» hasta la muy desconocida «Ruta de Liberación de Europa», para analizar a quienes los han construido. El objetivo: aprender de la historia hecha monumento
Galaxia Gutenberg / 336 págs.
Prisioneros de la historia
Así lo afirma el mismo autor: «hoy vivimos en la era del escándalo». Y eso se puede ver claramente en los monumentos históricos en la actualidad.
Sumar monumentos del pasado con sensibilidad contemporánea es un peligroso experimento. Y los experimentos, como nos decían los maestros en la escuela, han de hacerse en casa y con gaseosa. Con la cuestión de los monumentos, no ha sido así. Los experimentos se están llevando a cabo en la palestra pública, y con nitroglicerina. ¿Qué puede conllevar juzgar un monumento del pasado desde el pensamiento y la sensibilidad actual? Más allá: ¿existe una sensibilidad actual «colectiva», de la que todos debamos participar para ser dignos miembros de esta sociedad? ¿Se puede llegar a entender que un mismo monumento despierte un tipo de emociones en unos, y otro tipo de emociones en otros? ¿Por qué?
Estas y otras muchas cuestiones se plantea el especialista en la memoria de la Segunda Guerra Mundial Keith Lowe en su última obra, Prisioneros de la historia. Monumentos y Segunda Guerra Mundial, que ha publicado en español Galaxia Gutenberg.
A lo largo de sus páginas, el autor analiza «veinticinco monumentos conmemorativos de todo el mundo que cuentan algo importante sobre las sociedades que los han levantado […], dedicados a un mismo periodo de nuestro pasado común: la Segunda Guerra Mundial». Y el tema de fondo es de plena actualidad: trasladar, quitar o derribar monumentos del pasado.
El comienzo de la obra no puede ser más apoteósico: La Madre Patria te llama, monumento situado en Mamáyev Kurgán, desde donde la Madre Patria (personificación de Rusia) domina las alturas de Volgogrado, la anterior Stalingrado y antigua Tsaritsyn, espada en mano y llamando a sus hijos a luchar en defensa de la patria. El monumento, construido sobre una gran colina (kurgán [курган]: túmulo funerario en ruso), corona el enterramiento de numerosos soldados y civiles soviéticos muertos durante la batalla de Stalingrado, en 1942. Aún hoy es destino de peregrinaje, y no parece que la cosa vaya a cambiar. El monumento, y sobre todo su concepción actual, dice mucho tanto de la Rusia de ayer como de la de hoy. A partir de aquí la cuestión se complica, entrando el autor a analizar monumentos que, en mayor o menor medida, conllevan polémica.
La «damnatio memoriae» moderna
Siempre, de una u otra forma, hay polémica con los monumentos. En estos últimos años (en Occidente, eso sí) la iconoclastia ha sido resucitada por el movimiento Black Lives Matter y sucedáneos contra estatuas de Cristóbal Colón, fray Junípero Serra, el general Robert E. Lee o Winston Churchill (entre muchos otros).
Estos movimientos no han hecho otra cosa que recoger un testigo tan antiguo como la misma ciudad de Ur (sí, la de los caldeos). Antes de ellos llegó el Estado Islámico a los Museos de Irak y Siria y destruyó lamasus y gudeas, y habían pasado también por los restos de Palmira a hacer lo propio. Y antes de ellos los talibanes habían dinamitado los Budas gigantes de Bamiyán… Y así hasta la Roma antigua, el Egipto faraónico y la Ur de los caldeos.
La representación más clara, y una de las mejores en cuanto a estilo, de esta milenaria costumbre de destrucción de monumentos es la obra denominada Le sac de Rome par les barbares en 410, del artista francés Joseph-Noël Sylvestre (1890). En ella, dos bárbaros desnudos proceden a atar unas sogas en torno al cuello de la estatua de un emperador mientras desde abajo el resto de la turba se prepara para su inminente derribo. Evidentemente, el objetivo de los bárbaros no era pedir justicia social e igualdad racial, ni tampoco el de los talibanes con los Budas o el Estado Islámico con los de museos y ruinas de Irak y Siria. Pero lo cierto es que, al final, acabaron haciendo lo mismo: destruir.
Ante esto, Lowe afirma: «[…] debo confesar que, aunque entiendo las intensas emociones que los monumentos pueden suscitar a veces, y de hecho yo mismo comparto algunas de ellas, no puedo evitar lamentar su pérdida cuando desaparecen. Nuestros monumentos son documentos con valor histórico: expresan con elocuencia los valores de nuestros antepasados, tanto los positivos como los negativos. Son curiosidades con el poder de inspirar y provocar todo tipo de debates. A menudo son también grandes obras de arte, que revelan un trabajo y una imaginación asombrosos. Echar todo esto abajo en aras de la política contemporánea me parece lamentable».
Si hay que quedarse con alguna frase de la obra, que sea con esta: «Destruir monumentos no resuelve nuestra historia; simplemente la mete bajo tierra. Mientras un monumento sigue en pie, siempre tendrá que ser confrontado, debatido».