«Espías del Imperio. Historia de los servicios secretos españoles en la época de los Austrias»
La inteligencia secreta que mantuvo el Imperio español
Un divertido, detallado y sorprendente itinerario por el perfil y las acciones de los mejores espías hispanos de los Austrias mayores y menores
Cuando tienes un imperio mundial, como lo fue la monarquía hispánica, te enfrentas a mil enemigos. ¿Qué está haciendo cada uno contra ti? ¿Cómo y dónde está mordiéndote para desangrar tu poder? Juan Velázquez de Velasco, jefe de espías con Felipe III, se lo escribió bien claro al Rey en 1599: el espionaje «es el negocio de más importancia que hay a su real servicio, pues todas las acciones de los Consejos de Su Majestad dependen de saber de lo que hacen nuestros enemigos».
Es la historia del espionaje de imperio español lo que cuenta Fernando Martínez Laínez en Espías del Imperio (Espasa). Un divertido, detallado y sorprendente itinerario por el perfil y las acciones de los mejores espías hispanos de los Austrias mayores y menores. En él demuestra cómo la hegemonía española también estuvo fundada en la información secreta, la actividad de inteligencia y el mejor de los cifrados y contracifrados de la época.
espasa / 480 págs.
Espías del Imperio
Martínez dibuja un panorama en que la España de los Reyes Católicos hasta Felipe IV tiene espías activos en todos los frentes de lucha. Flandes, Argel, Inglaterra, Francia, Nápoles, Génova, Venecia, Estambul… son las innumerables pistas del circo imperial de los secretos. Aunque sus protagonistas procuraban mantenerse en la oscuridad, sobre el espionaje hispano tampoco se ponía el Sol.
La extensa red tenía su centro neurálgico en el despacho del propio monarca o su válido y se articulaba muy institucionalmente a través de la propia estructura del Estado. Su actividad era ordenada a través de los consejos reales con sus secretarios conectados con virreyes, embajadores y gobernadores de cada territorio, hasta llegar finalmente a los agentes, confidentes e informantes repartidos por toda Europa, el Mediterráneo cristiano y otomano, y hasta las cortes rusa y persa. Entre ellos hubo de todo: militares, poetas, diplomáticos, mercaderes, católicos clandestinos, nobles, villanos, aventureros, buscavidas, traidores, héroes, vividores y sacrificados, unos bien pagados y otros que pagaron de su bolsillo lo debía ser a cuenta del reino. O sea, la España Imperial que retrata con talento narrativo Martínez Laínez.
Un divertido, detallado y sorprendente itinerario por el perfil y las acciones de los mejores espías hispanos de los Austrias mayores y menores
Los servicios de información eran encabezados por un hombre nombrado por el rey con el envidiable título de «superintendente general de las inteligencias secretas». Envidiable por preciosa retórica. ¿Quién no sonreiría si pudiera lucirlo en su tarjeta de visita en el té a las cinco con la reina de Inglaterra? Probablemente ella se revolvería ligeramente en su asiento al recordar a su predecesora, la reina Isabel I, que puso precio a la cabeza de Luis Valle de la Cerda, secretario de cifra de Felipe II y Felipe III, un genio de la criptografía que consiguió descifrar en 1585 la correspondencia de la reina inglesa en pocas horas. Gracias a este conquense, la corte española estuvo al tanto de las promesas de apoyo militar y financiero que Londres hacía a los rebeldes holandeses a cambio de futuras cesiones de puertos en los Países Bajos.
De la Cerda fue uno de muchos, pero la verdad es que merece una mención especial. No solo era criptógrafo sino también fue lo que hoy se llamaría agente operativo de campo y, como tal, participó en operaciones militares. En una de ellas cayó prisionero de los mismos ingleses que le buscaban incansablemente para matarle. Lo que merece la mención es que fue capaz de esconder su identidad durante un año, mientras estuvo preso antes de escapar. ¿Llegaron a saber en Inglaterra alguna vez a quién habían capturado? Bueno, si no volvieron a mencionar lo de Blas de Lezo tal vez hicieron lo mismo con esto. Fue debidamente recompensado como contador de la Cruzada y su hijo heredo el cargo. O sea, la España Imperial.
No empezó el espionaje hispano con los Austrias. Ya Fernando el Católico hizo profuso uso de espías en sus asuntos mediterráneos y en la anexión de Navarra para descubrir a diplomáticos traidores. Por su parte, la Corona de Castilla infiltró el Reino de Granada con espías castellanos que sembraron la división entre los dirigentes musulmanes minando la resistencia. Fue el caso de Hernando de Zafra, que se metió en la mismísima Alhambra disfrazado de moro y convenció a los consejeros de Boabdil para que la ciudad debía caer sin combatir. El mismo Fernando ordenó espiar a los franceses en sus avances tecnológicos artilleros, espionaje industrial de artillería que acabó aplicándose a la creación de los tercios, sin los cuales sencillamente no habría habido imperio español.
Martínez Lainez pone contexto, la inteligencia era difícil de gestionar, los intentos de centralización de todos los jefes de espías en Madrid chocaron con una realidad: la enorme extensión y diversidad de los intereses de Corona y sus múltiples escenarios. Así que el superintendente general de las correspondencias secretas solapaba su red con la de las embajadas, virreyes y capitanes generales que operaban, dice Laínez, «a su aire (…); y ni mucho menos era la opinión del espía mayor la que se tenía en cuenta sino la de las «altas instancias»». O sea, la España Imperial otra vez. Y, curiosamente, también una especie de cogobernaza autonómica en que lo que menos importaba era la opinión de los expertos.
Lainez nos muestra perfiles de espías muy diversos. Está Quevedo, agente de cabecera del Duque de Osuna, virrey de Nápoles, empeñado en mantener a raya las ambiciones mediterráneas de Venecia. Quevedo ya había espoleado en 1613 una rebelión en Niza contra el Duque de Saboya en la que tuvo que huir a Génova para no ser asesinado. Parece que se especializó en golpes de estado y se jugó la vida en ellos con el mismo donaire con el que escribía sonetos. Fue enviado clandestinamente a la Serenísima República a montar «la conjura de Venecia». Los agentes secretos se movían por todas partes, Venecia se sentía amenazada por una España que realmente no quería guerra, pero el Duque de Osuna la hostigaba con su propia flota corsaria (sí, también teníamos corsarios) desobedeciendo al Rey, que a su vez miraba para otro lado.
En este ambiente, Quevedo llego a Venecia disfrazado y con nocturnidad, y esas noches palacios sobre el agua trazó el plan perfecto para derrocar al Gobierno de los Diez: mercenarios en el mar y venecianos descontentos en tierra. Reparto de cuchillos, espadas y pistolas, y las galeras de Osuna dispuestas a desembarcar 1500 soldados en cuanto el caos se apoderará de la ciudad. Así lo maquinó, pero el caso es que todo salió mal. Narra Laínez que, en el amanecer del 19 de mayo de 1618, los canales de Venecia aparecieron repletos de cadáveres. Nadie parecía saber bien lo que había ocurrido, pero el caso es que se produjeron más de trescientas ejecuciones de las que nadie se hizo responsable. Esta vez eran los gobernantes de Venecia los que silbaban haciéndose los despistados en el contragolpe anticipado. Ante tanto muerto flotante, el pueblo enfurecido dio al traste con la operación Quevedo. Le buscaron durante horas para lincharle, pero Quevedo se había fugado y negaba todo desde Madrid, donde fue acusado de extralimitarse con sus operaciones al servicio del Duque. Desterrado en su heredad de la Torre de Juan Abad, paso sus últimos días hablando tan mal del mundo con tanto talento como nadie ha hablado jamás.
Lainez, periodista de profesión, hace buena historia. Ha echado otra palada de tierra sobre la leyenda negra de la supuesta ineptitud de la España imperial
Más interesante aún es la conclusión de Fernández Lainez sobre el escritor Miguel de Cervantes, «espía de Felipe II». El inventor de la novela moderna se inició en las artes de la inteligencia un año después del ser rescatado de su cautiverio de Argel. Cervantes siempre se había considerado un soldado y solo se centró definitivamente en su obra literaria cuando se le cerraron las puertas de la milicia y el espionaje. Casi se puede decir que, si Cervantes hubiera sido el espía que quiso ser (suena a título de película de Bond), hoy no tendríamos El Quijote.
El pluriempleo fue seña de la época, y los jefes de espionaje lo ejercieron en sus formas más pintorescas. Juan Valencia, limeño que alcanzo la cúspide de los servicios secretos fue toreador, bella forma de llamarse torero entonces. Nada raro en alguien que aseguraba ser descendiente directo de Alfonso X. Sin embargo, la palma de la diversidad se la lleva el capitán leonés Diego de Prado y Tovar, que al servicio de Felipe III fue el primer occidental en avistar Australia, así llamada por la Casa de Austria. Tras ser navegante, informante secreto de la geografía del Pacífico, militar y dramaturgo, acabó sus días de monje, harto de tanto trasiego.
Lainez, periodista de profesión, hace buena historia. Ha echado otra palada de tierra sobre la leyenda negra de la supuesta ineptitud de la España imperial. En nuestra larga decadencia como potencia dominante, la demostrada efectividad de nuestro espionaje contribuyó no a ser más decadente sino a que el declive ser prolongara más, una largueza insoportable para los que soñaban con una angloamérica o un Pacífico que dejara de ser «el laguito español».
De los protagonistas en el frente, se puede decir que el prototipo de espía español parece la antítesis del agente que Borges retrata en su poema: «Abjuré de mi honor, traicioné conciencias, abominé del nombre de la patria. Me resigno a la infamia» (La cifra, 1981). Aquí, ni deshonor, ni traición: fama y patria.
Seguramente Fernando Martínez Laínez, en su doble faceta de periodista y escritor, volverá sobre los temas imperiales que tanto ha cultivado desde la divulgación historia y la novela histórica de la España de los Austrias.