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.José María Torralba, autor de Una educación liberal. Elogio de los grandes libros, publicado por la editorial Encuentro(c) Manuel Castells

José María Torralba: «Las Humanidades desaparecen por la ignorancia complaciente de los responsables de la educación»

En el dramático contexto de la paulatina desaparición de las humanidades en el sistema educativo, hay educadores como José María Torralba que testimonian otro modo de educar y el cambio esperanzador que acontece en la vida de los alumnos

José María Torralba (Valencia, 1979) es catedrático de Filosofía Moral y Política y director del Instituto Core Curriculum de la Universidad de Navarra. Ha sido investigador visitante en Oxford, Múnich, Chicago y Leipzig; asesora a universidades de varios países en sus programas de educación humanista y pertenece al grupo organizador de los congresos Liberal Arts and Core Texts Education que promueven la formación humanística en Europa, colabora en medios de comunicación y acaba de publicar Una educación liberal. Elogio de los grandes libros, en el que nos relata otra educación más amplia, más bella y verdadera para los jóvenes. Hoy, además, nos cuenta qué sucede en los estudiantes cuando se les ofrece una visión más amplia de la vida.

José María, te he oído decir que estamos en el peor momento de la educación. ¿A qué te refieres?¿En qué se ve esa decadencia en los alumnos?

–Si no recuerdo mal, me refería a que estamos en el peor de los tiempos para la educación humanista. Pero también en el mejor. Me explico. Lo dije en un coloquio, que tuve la suerte de compartir con Inger Enkvist, donde cité el conocido arranque de Historia de dos ciudades, el libro de Dickens. Las humanidades están desapareciendo de la educación a marchas forzadas. Basta con ver lo que ha sucedido en las dos últimas leyes educativas, promovidas por el PP y el PSOE. Lo peor, como ha señalado Diego Garrocho, es que esta tendencia no procede de un plan contra las humanidades, sino sencillamente de la «ignorancia complaciente» de los responsables educativos. Estamos recogiendo lo que, como sociedad, hemos sembrado en las últimas décadas. Hace unas semanas, se hizo viral un tuit de David Cerdá, al que se sumaron las voces de cientos de educadores y que luego ha dado lugar a algún artículo, en el que se resumían bien los resultados de esta deriva en la educación. La decadencia la observo en la atrofia de esas tres capacidades básicas que toda educación trata de cultivar desde la infancia: leer (con profundidad), escribir (con rigor) y argumentar (de modo convincente).

A la vez, hay claros signos de esperanza. Y no se trata de una forma de ingenuidad. Por un lado, los jóvenes –al menos, en la universidad, que es lo que yo conozco– responden bien a la exigencia cuando se les ofrece una educación humanista. Por ejemplo, leo con ellos en clase, sin problemas, a Homero, Shakespeare o Natalia Ginzburg. Precisamente en estos días se está discutiendo si no sería mejor sustituir los clásicos en la escuela por obras de literatura juvenil o más accesibles. Mi experiencia con estudiantes de 17 o 18 años es que, cuando se crea el contexto adecuado para leerlos, los clásicos les fascinan. En el nivel institucional, son cada vez más los centros educativos –en Europa y, más tímidamente, en España– que apuestan por las artes liberales o el currículo clásico.

–¿Tiene que ver esto con la reacción de hoy con toda la serie de vetos y prohibiciones a las que asistimos desde Estados Unidos? ¿O la ley inexorable de lo políticamente correcto en la vida social cada vez más asfixiante, cada vez más molesta con todo, cada vez más indignada como reacción a todo?

–Toda auténtica educación tiene un efecto liberador para los estudiantes. Se educa desde la libertad (esa chispa impredecible que está en el origen de todo conocimiento) y para aprender a usar la libertad. Es cierto que vivimos en un tiempo dominado por las ideologías, es decir, donde la verdad va siendo sustituida por diversas formas de poder. Cada vez más, se enseña qué hay que pensar, pero no a pensar por uno mismo. El poder de los clásicos, y por tanto de las humanidades, es que permiten desarrollar eso que Víctor Pérez-Díaz (en mi opinión, una de las voces más autorizadas sobre la educación en nuestro país) ha llamado el «hábito de la distancia». Frente al adanismo reinante, conocer las raíces de la actual situación y poder tomar perspectiva para juzgarla son el primer paso en cualquier tarea educativa seria.

El otro día preguntaba a mis estudiantes qué valoraban más de leer grandes libros. Me sorprendió la respuesta, porque dijeron: «Nos ayudan a conocer otras formas de ver la vida y, por ello, a comprender mejor la nuestra». Reconocían que, a pesar de que en la era de internet si algo parece fácil es acceder a todo tipo de información y estar conectado con el mundo entero, en realidad, viven en una «burbuja» o «cámara de eco». Me parece una afortunada ironía del destino que sean precisamente Sócrates, Cicerón o Camus, y no YouTube e Instagram, quienes les abran los ojos a otros modos de pensar. El hechizo de lo políticamente correcto con el que muchos llegan a la universidad se deshace rápidamente cuando leen, por ejemplo, La rebelión de las masas. Lo primero que piensan es que se ha escrito hace un par de años, porque se sienten plenamente identificados.

José María Torralba acaba de publicar 'Una educación liberal. Elogio de los grandes libros'

–Casi nadie parece hacerse preguntas, y sólo se tienen respuestas que, quizá, tengan poco que ver con el problema concreto. ¿Tiene eso que ver con el tipo de educación de las últimas generaciones? ¿Es el reflejo de una educación reducida?

–Efectivamente, lo decisivo en educación es ayudar a formular las preguntas relevantes. Creo que esto vale tanto para las humanidades como, por ejemplo, para las matemáticas. Con frecuencia, nos limitamos a dar respuestas porque nuestra educación es muy manualística y poco de acudir a las fuentes primarias, es decir, al origen del conocimiento. En mi experiencia, lo que más cuesta a los estudiantes es romper con la visión superficial acerca de los problemas. Me refiero a que tienden a simplificar la complejidad de la vida, probablemente porque ese es el mensaje que reciben machaconamente: el mundo se divide en buenos y malos. Les cuesta tolerar la incertidumbre y admitir que los problemas realmente importantes (como los relacionados con la libertad, la justicia o el amor) no admiten soluciones rápidas, sino que, por así decir, se cocinan a fuego lento. Viven del eslogan y unos pocos principios manidos que no resisten cinco minutos de diálogo en el aula.

–Hablemos de tu libro Una educación liberal. Elogio de los grandes libros. En él recomiendas la vuelta a las grandes lecturas de ciertos clásicos. ¿Por qué? ¿Por qué insistir en ese elogio de los libros en un mundo que ya no lee?

–El libro reivindica la tradición de la educación liberal, que sigue viva en numerosos centros educativos, especialmente de Estados Unidos. En ese planteamiento humanista es habitual que los planes de estudio incluyan seminarios de Grandes Libros. Vivimos en un mundo que ya no lee, hasta que se pone a leer. Diría que la mejor aportación que podemos hacer a nuestros jóvenes para adentrarse en la vida es despertar en ellos el gusto por la lectura. Es decisivo, también en un contexto académico, que se lea por placer. Lo recordaba Rosalía Baena en el último congreso europeo que organizamos sobre la educación en artes liberales. El método histórico-crítico habitual en la investigación humanística tiene el riesgo de despiezar el texto (y al autor) de modo que la lectura pierda su sentido original. Yo lo he visto en el aula: ¿acaso la historia de Penélope y Odiseo no puede ya interpelarnos e iluminar nuestras propias relaciones amorosas? Los clásicos son universales porque reflejan la grandeza y la miseria de lo humano, común a todos los tiempos. Los seres humanos tenemos una peculiaridad: para vivir, necesitamos auto–interpretarnos, responder a la pregunta «¿qué significa ser humano?». Diría que la lectura de los clásicos ofrece la vía más directa para encontrar una respuesta. Es algo que ha recordado Roosevelt Montás en su último libro, Rescuing Socrates, que espero que se traduzca pronto al español.

En una ocasión, tras leer las Confesiones de San Agustín, los alumnos comentaban: «Este es como nosotros», es decir, reconocían que uno de los gigantes de la tradición occidental era un interlocutor válido para ellos

–¿Sólo necesitamos ciertos libros? ¿Basta leerlos?

–Es una pregunta clásica, que se puede encontrar ya en Séneca. La respuesta rápida es que no, del mismo modo que estudiar filosofía o saber historia no nos hace mejores ciudadanos. A veces se emplea este discurso para defender las humanidades y, aunque entiendo su sentido, creo que no se ajusta del todo a la realidad. El estudio de las humanidades no nos hace mejores, pero sí crea el contexto propicio para crecer como personas y ciudadanos. El contacto con la tradición cultural, el diálogo con los grandes pensadores y literatos de todos los tiempos, el cultivo de las capacidades que se ponen en práctica al leer (atención, silencio o reflexión), son ingredientes necesarios para que la educación dé sus frutos. Pero son frutos que no se pueden programar ni tratar de «procedimentalizar», porque no se trata de una técnica. La educación siempre tendrá algo de misterioso, donde lo decisivo no es la metodología, sino el profesor.

–¿Qué papel juega en todo esto el profesor?

–Es la figura clave en educación. Paradójicamente, las tendencias dominantes tienden a marginarlo. Y, desde luego, en la etapa decisiva, que es la enseñanza media, no tiene el reconocimiento social ni económico que le corresponde. Si de verdad queremos que nuestra sociedad avance, necesitamos que los mejores se dediquen a la educación y eso pasa por prestigiar esta profesión.

La marginación del profesor procede de olvidar que la educación es, ante todo, una relación humana. Catherine L’Ecuyer lo recuerda en sus libros: el tú a tú es la espina dorsal del sistema educativo. El asombro, que está en el origen de todo saber, sólo es posible en el entramado que forja ese tipo de relaciones.

Siempre me ha parecido que la de profesor es una de las profesiones más nobles, a la altura del ministerio religioso, por la responsabilidad que uno tiene: durante una horas cada día, los estudiantes nos confían sus almas y no podemos defraudarles. Decía George Steiner que ser profesor es una «vocación absoluta».

–¿Qué riqueza aporta a la vida este tipo de educación? Como educador, ¿ qué experiencia tienes con los alumnos?

–Imparto asignaturas especializadas de mi disciplina (ética y filosofía moderna), así como cursos de educación humanística general, para alumnos de todas las titulaciones, siguiendo el método de los seminarios de Grandes Libros. Disfruto tanto con lo uno como con lo otro. Pero lo cierto es que la lectura de los clásicos y el diálogo con los alumnos sobre ellos tiene una fuerza transformadora que no veo en otros contextos. Podría contar mil historias. Casi todas tienen que ver con el «despertar» intelectual y vital, tan característico de la genuina educación. Puede parecer pretencioso invocar a Sócrates, pero ¿no es acaso el modelo para todos los educadores? Los seminarios de Grandes Libros siguen el llamado «método socrático» que, en realidad, no tiene nada de especial o misterioso. Consiste en saber plantear las preguntas relevantes, dirigir la conversación en el aula para que sean los alumnos quienes piensen los problemas en primer persona y exigirles que sean rigurosos en sus argumentaciones. Por lo que ellos me cuentan, este tipo de educación les ayuda a madurar. En una ocasión, tras leer las Confesiones de San Agustín, los alumnos comentaban: «Este es como nosotros», es decir, reconocían que uno de los gigantes de la tradición occidental era un interlocutor válido para ellos; no una figura lejana y extraña, sino alguien cercano, de quien poder aprender. Otro alumno, tras leer Macbeth y Retorno a Brideshead me confesaba que, por primera vez, había entendido qué eran el bien y el mal. Hasta entonces, decía, había vivido su vida como si fuera un juego, sin ser consciente de la trascendencia de sus acciones y de que su principal tarea como persona era decidir qué hacer con su vida. De todas estas historias y lo que hay detrás, hablo con más detalle en el libro.