Poesía
'Los planetas fantasmas': Berbel en su mundo
Rosa Berbel (Estepa, Sevilla, 1997) tuvo mucho de poeta revelación con su primer libro Las niñas siempre dicen la verdad (Hiperión, 2018). Cuatro años después, su segundo poemario, Los planetas fantasmas (Tusquets, 2022) la confirma y reafirma.
Un maestro me avisó, cuando yo estaba radiante con la publicación de mi primer libro, de que el importante y difícil es el segundo. Vaya. Decir algo en el primero, a poca afición y oído que se tenga, es fácil y, además, la crítica y el público están deseando perdonártelo todo y acogerte con los brazos abiertos. En el segundo libro hay que demostrar que se es de verdad poeta y la condescendencia está gastada. Exige un salto en calidad y hondura.
No sé si Rosa Berbel ha tenido presente esa advertencia. Por la textura y el resultado de su segundo poemario, yo apostaría a que sí. Está cuidadísimo en ese doble sentido de mimar la forma poética y de exigirse un pensamiento más propio y más acendrado. Ese nivel de autoexigencia en una poeta que tuvo una acogida inmejorable hasta rozar la adulación es una señal muy esperanzadora.
Tusquets / 86 págs.
Los planetas fantasmas
Tuviese esas intenciones o se las estemos suponiendo, lo más importante es que las cumple. Que sea probable que las abrigase lo permite sospechar que el primer poema del libro se llame «Nuevos propósitos». También las recurrentes reflexiones metapoéticas que jalonan el libro.
Así Berbel nos presenta un nuevo título muy cuajado, para el que ni ha corrido ni se ha dormido en los laureles —cuatro años de espera es la medida perfecta, si se me permite la frivolidad de esa exactitud imposible—. El título (Los planetas fantasmas) hace referencia a «un cuerpo celeste hipotético cuya existencia está probada científicamente, aunque no es visible mediante los instrumentos habituales de observación». El mundo de la autora, que es el protagonista de este libro, comparte esas características: hipotético y comprobado.
Mientras en su primer libro había un discurso feminista, aquí prima el generacional. La autora, con sus veinticinco años, siente que ha dejado atrás la adolescencia. Ella prefiere usar la imagen del «fin de fiesta» que se repite casi como el estribillo de la última canción de la noche de un poema a otro, sobre todo, lógicamente, en el tercio final del libro. Esta predilección por la elegía no ha de extrañarnos en alguien tan joven. Al cumplir 23 años, Felipe Benítez Reyes escribió una sentida elegía, llamada sincera y provocativamente «Al cumplir 23 años», donde se mostraba devastado por el peso de la edad: «Lo que sin duda he perdido no lo sé./ Y debe de ser bastante, porque ahora que intento/ poner en claro el orden trivial de aquellas cosas/ que al parecer ostentan el raro privilegio/ de dar algún sentido a la existencia,/ ahora que intento, en fin, reconciliarme/ con mi corto pasado, me asalta la sospecha/de que nunca he sabido qué es en verdad la vida». Lo interesante del poema de Benítez Reyes es que su elegía se transfigura poco a poco en incertidumbre futura, ya más compenetrada con su edad: «Lo que haya de venir yo no lo sé./ ¿Y pagaré mi precio, y arrojaré mi alma/ a los perros que aúllan en la noche sola de la vida?/ Lo que habrá de venir yo no lo sé». A Rosa Berbel le sucede exactamente igual: del final de fiesta le preocupa más el amanecer y lo que venga.
Esa preocupación por el presente, cruzada de nostalgia, colinda con el mundo literario de Feria de Ana Iris Simón, de algún modo, aunque aquí de forma mucho más introspectiva, como exige la lírica. Berbel se pregunta: «¿Quién teme a las incógnitas?/ ¿Quién trasladó al jardín sin preguntarnos/ el cadáver/ de nuestra clase media?». Y se vuelca al futuro: «¿Me querrás todavía/ cuando me falten dientes, tenga canas/ y el mundo solo sean…?»
Esa ambivalencia entre la elegía y la incertidumbre se retrata con un trazo a la vez poderoso y pudoroso. Le ayuda el amor (este libro también lo es, implícitamente, de amor) y una sensibilidad muy despierta: «Es un milagro estar/ justo donde la vida está ocurriendo,/ casi nunca sucede, rara vez esas flores,/ blancas y pequeñitas,/ crecen junto a mi puerta».
Frente a algún descaro (refrescante) de su primer poemario, aquí sabe medirse y dar y no dar. Tiene un pie en las referencias brumosas y otro en las realistas, de manera que el lector ni se pierde ni lo atosigan. «Nunca hemos sido demasiado abstractos», confiesa un verso, y uno suspira: «Gracias a Dios». Y sigue ella: «aunque ciertas preguntas deben/ ser planteadas de manera esquemática,/ traicionando del todo/ al referente». Lo uno y lo otro son una muestra de respeto y de exigencia al lector, si se puede diferenciar entre ambas cosas.
Quien lea los nuevos poemas de Rosa Berbel no tendrá que preguntarse por el significado de las palabras ni por el sentido de los símbolos. Todo eso queda claro. La emoción, en cambio, sí está latente, y el trabajo del lector es descubrirla. No es difícil.