'Los daños': cuando el río suena
Un poemario muy ambicioso, pero una ambición que Lorenzo Oliván levanta a pulso y que se le perdona porque cumple lo que se propone
Lorenzo Oliván (Castro Urdiales, 1968) es un poeta afamado. Así arranca la solapa de su último poemario: «Poeta con una amplia obra reconocida y premiada». También recoge la opinión de Martín López-Vega: «No hay otro poeta similar a Lorenzo Oliván hoy en día. Su personalidad es única, su talento lo es, su sensibilidad y sus logros lo son». Podría parecer una estrategia de marketing propia de una solapa comercial. Pero no. Oliván merece su renombre y es el escritor singular que López-Vega nos cuenta.
En el último texto del libro, un poema-epílogo-en-prosa, Oliván confiesa su empeño en no renunciar a nada, que ya ha cumplido en todos los poemas precedentes. Como él es también un teórico, un crítico y un aforista, esas facetas están presente en los poemas de Los daños. También gravita el traductor que ha sido (de John Keats y de Emily Dickinson). Estamos ante un libro muy ambicioso, pero es una ambición que Lorenzo Oliván levanta a pulso y que se le perdona porque cumple lo que se propone.
tusquets / 170 págs.
Los daños
Para tanto, cuanta con nuestra colaboración indispensable, porque nos honra con mucho lenguaje implícito, pero tan bien sugerido, que el lector no tiene grandes dificultades para in completando la dicción siempre sobria de Lorenzo Oliván. Sobria, pero en absoluto pobre.
Los aforismos —de los que es un consumado maestro— aquí se le hacen poemas. Así: «la noche sujetada por los astros/ en lo alto de la noche; // piedra que cae/ al fondo/ de ser piedra;// árboles embebidos/ en su asombrosa verticalidad; // mar absorbido por el horizonte;// vaso pensando, al sol, su transparencia»… Qué bien encarna las lecciones de Octavio Paz y de José Ángel Valente, que hacen de la metafísica una poética. Uno puede pensar (como lo hago yo) que la poética de Oliván peca de abstracción y de constructivismo, pero como lector tiene que reconocer, admirado, que la poesía se abre paso. Y no sólo en los poemas en que se permite alejarse un poco de su propia poética, más anecdóticos y figurativos, como por ejemplo «Habitación de hotel» (pág. 121). También en los poemas más pegados a su defensa de la abstracción y la ráfaga de imágenes.
El lector sale con su propia visión más clara, y convencido de que las solapas del libro no le vendían humo. Oliván merece su renombre
Con todo, los textos más logrados son aquellos donde encuentra el punto de equilibrio entre la biografía, la imagen y la idea. Ese punto se llama emoción. En «Bajo el árbol más fuerte» se ve claro: «Te planté siendo un niño y has seguido paralelo a mi vida en la distancia. […] Siempre que vuelvo, estás. […] ¿Eres el fiel guardián de los veranos que pasé junto a ti?».
El ritmo versal no le deja de la mano. Incluso en los versos que más se acercan a las greguerías, siempre hay una música y una emoción. Véanse: «Al fondo de tus venas, sobre un yunque,/ golpeaba un martillo entre tus huesos»; «Vi aquel tronco talado,/ con su escritura en ondas:/ casi música/ que registraba el tiempo»; «Suprimo el horizonte/ sólo con arrojarme de cabeza/ al mar»; «Si no puedes dormir, no duerme el mundo»; etc.
Incluso en los versos que más se acercan a las greguerías, siempre hay una música y una emoción
Oliván no renuncia a ningún extremo porque asume (aspira a) el equilibrio. Es la clave de este libro. El poema «Alteración» (pág. 111) contrapone el silencio en la luz con el silencio en la oscuridad y crea una tensión entre ambas que deviene deslumbrante. Esa tensión equilibrada se da entre el amor y el egoísmo, la muerte y la existencia; el infinito y el abismo; el vuelo y el vértigo, la abstracción y la realidad.
Quizá no estemos ante una poesía fácil, pero sí ante una que paga al lector en la misma moneda en la que le exige, puede que algo más, menos nunca. Aunque jamás lo da todo, como el mismo Oliván lo advierte: «Nadie que busque bien/ puede encontrarse nunca». Desde luego, ni a engañarnos ni a engañarse ha venido: «Qué difícil es ser,/ ser de verdad, un poco más allá/ de un puñado de signos/ que malvendemos todos». Lorenzo Oliván sueña «con ir recomponiendo, quizás, muy poco a poco [con un corazón que lo aprovecha todo con alma de trapero], su visión». El lector sale con su propia visión más clara, y convencido de que las solapas del libro no le vendían humo. Oliván merece su renombre.