'Vivir con nuestros muertos': prontuario judío del duelo
Delphine Horvilleur reivindica los ritos mortuorios del judaísmo como un acercamiento terapéutico a la pérdida de un ser querido
Antes de que Delphine Horvilleur (Nancy, 1974) se convirtiera en la tercera rabina de Francia, estudió Periodismo, Filosofía y Medicina. Si bien el poso de esta rica educación se aprecia en cada página de Vivir con nuestros muertos –en el estilo elegante o en ciertas observaciones propias de un médico sagaz, por ejemplo– lo que se impone es la sabiduría de una maestra de la ley judaica. Esta sabiduría, nutrida por sus vivencias personales, dan lugar una obra docta, reflexiva, didáctica y conmovedora. Al contrario de lo que podamos imaginar de un ensayo que aborda la relación que mantenemos con nuestros allegados fallecidos, Vivir con nuestros muertos (Libros del Asteroide, 2022) no es una meditación sobre la muerte, sino sobre la vida.
libros del asteroide / 191 págs.
Vivir con nuestros muertos
Al describir su oficio, Horvilleur se define como «narradora». Es portavoz de una tradición «que aguarda que nuevos lectores la transmitan a su vez». En los entierros, además de oficiar y acompañar, su función consiste en narrar la vida del finado a los hombre y mujeres que lloran su pérdida. Relatar la vida de los que nos han dejado permite una conversación entre ellos y sus deudos. Estos relatos nos vinculan a generaciones y épocas pretéritas y nos proyectan a la posteridad: las historias de nuestros muertos siguen vivas en nosotros y nos constituyen; de igual manera que nuestra historia también formará parte de aquellos que la escuchen cuando muramos. A partir de esta premisa, la de la muerte como un espacio de mediación y diálogo entre los que aún son y los que han sido, surge Vivir con nuestros muertos, un ensayo por el que su autora obtuvo el Premio Babelio de No Ficción 2021.
Al contrario de lo que podamos imaginar de un ensayo que aborda la relación que mantenemos con nuestros allegados fallecidos, «Vivir con nuestros muertos» no es una meditación sobre la muerte, sino sobre la vida
El subtítulo de la obra es «pequeño tratado de consuelo». Decía C. S. Lewis en su desgarradora Una pena en observación que había descubierto que dolor enconado no nos une con los muertos, sino que nos separa de ellos. La autora reivindica la importancia de la liturgia en la experiencia de la pérdida y el duelo. Sostiene que el fin del rito no es evocar la memoria del fallecido o facilitarle el tránsito, aunque así acabe ocurriendo, sino consolar a los dolientes de su pérdida. Dios no solo nos pide que atendamos la suerte del difunto, sino también nuestro propio dolor y desconsuelo. Como es natural, la autora recurre a los ritos mortuorios del judaísmo, que son en los que cree y ejerce, como forma de comerciar con la trascendencia. La lengua hebrea, que surge del sedimento de otras muchas, facilita un diálogo que podría reconciliarnos con aquello que nos resulta lógicamente inaceptable.
Aunque este libro interesará tanto a creyentes como no creyentes, Horvilleur interpela al lector irreligioso de las sociedades secularizadas, aquel que se rebela contra la tradición, se desentiende de su linaje y aspira a eludir la muerte. En la laica Francia el libro ha sido un superventas, y en España lleva el mismo camino. Y es que después de que la pandemia haya metido al ángel de la muerte en nuestras casas, de donde se le había expulsado y haya impedido todo acompañamiento o despedida, puede que, más allá de nuestras creencias o falta de ellas, nos hemos dado cuenta de que el rito desde la fe desempeña un papel decisivo en los momentos cruciales de nuestras vidas.
Cada uno de los once capítulos que componen el ensayo narra la historia de una persona concreta y aporta algún dato revelador sobre nuestro vínculo con la muerte y los muertos. La autora mantuvo una relación personal con alguna de ellas, como su amiga Ariane, a quien animó a considerar como siglos los pocos días de vida que le quedaban, o Elsa Cayat, víctima del atentado contra el periódico satírico Charlie Hebdo y en cuyas exequias la rabina recitó el kadish. A otras las conoció por sus familiares y descendientes, como el joven Isaac, el «tío Edgar» o el mismísimo Moisés, que según ciertas leyendas rabínicas se encaró con Dios porque no quería morir. Amigos o no, con todos ellos cumple con su deber de oficiante: «encarnar el pilar de una verticalidad» que ha abandonado a los deudos del fallecido.
La claridad, sensibilidad e ingenio con los que están narradas están historias permiten mudanzas magistrales entre lo venerable y lo irreverente, lo profundo y lo ligero, lo doloroso y lo alegre, lo personal y lo colectivo; y lo ancestral y lo moderno. Como se ha afirmado más arriba, la obra es una meditación sobre la vida, en la que caben temas tan variados y vigentes como el antisemitismo, el sionismo, el miedo a morir o la soledad de los ancianos.
Horvilleur dice que el judaísmo no ofrece una respuesta unívoca sobre lo que acontece después de la muerte, pero sí afirma que Dios conmina al hombre escoger siempre la vida, esto es, vivir acorde a la Ley dada por él: «te pongo delante vida o muerte, bendición o maldición. Escoge, pues, la vida.» (Deuteronomio 30,19). Su obra pretende contribuir a este mandato.