'El mandarín': el funcionario que heredó miles de millones
Eça de Queirós relata con agilidad una fábula moral repleta de exotismo e ironía, con una ambientación que se palpa y se paladea
Uno de los principales autores en lengua portuguesa es José Maria Eça de Queiroz (1845–1900), cuyo segundo apellido —el paterno— se escribe, en la actualidad, Queirós. Un segundo apellido que muchas bibliotecas españolas no toman en consideración, y por eso es muy difícil localizar sus obras por la E de Eça. Habitualmente, se lo conoce y elogia por novelas de considerable extensión, como Los Maia o El crimen del padre amaro. Sin embargo, cuenta también con una amplia producción de relatos, cuentos y novelas cortas. En muchos casos, como El mandarín o El misterio de la carretera de Sintra, se trata de publicaciones que primero aparecieron en prensa, y luego, con retoques y ampliaciones, en libro. Aparte, merecen mención sus cartas y sus crónicas.
El protagonista de El mandarín es Teodoro, un funcionario del Ministerio del Reino que vive en una pensión lisboeta. Su existencia es mezquina, repleta de apariencia burguesa, aspiraciones de lujo y sensualidad, y cree que la adulación es la gran herramienta de progreso social o profesional. Entonces le sucede algo fantástico —nunca mejor dicho—: se le presenta la oportunidad de convertirse en inmensamente acaudalado de la noche a la mañana. En su alcoba, un personaje con aspecto de notario o de oficinista de pompas fúnebres —quién sabe si el Diablo— le ofrece heredar la descomunal riqueza de un decrépito mandarín. A cambio, debe realizar un gesto insignificante: tocar una campanilla. Con el breve repicar de la campanilla, el anciano mandarín morirá. Por aquel entonces —esta novela se publica en 1880—, China era recóndita, ignota, lejana. Con un simple toque de campanilla, alguien viejo, que habita en la otra punta del mundo, fallecerá con un tenue suspiro, sin dolor. Y todos sus millones irán para Teodoro.
Teodoro toca la campanilla. Y más de cien mil millones caen en su bolsillo. Dinero depositado en bancos y casas comerciales de Londres, París, Hamburgo, Cantón, Hong Kong. Teodoro hace reales sus anhelos: palacios, lujos, mujeres, fama. Sin embargo, la sombra del mandarín le persigue. Para acallar su conciencia, intenta rezar a Dios, como si adular al Creador fuera igual de efectivo que con los hombres. No logra estar en paz, y acaba viajando a la China, con la esperanza de reconciliarse con el alma del extinto mandarín. Atormentado, Teodoro increpa al lector: «Sólo sabe bien el pan que cada día ganan nuestras propias manos: ¡nunca mates al mandarín!». Sin embargo, este burócrata transmutado en archimillonario es consciente de que casi todos nosotros, en su lugar, también habríamos cogido esa campanilla y la habríamos agitado levemente.
Aunque la historia que relata Eça de Queirós no es original —Chateaubriand ya había pergeñado esta fábula sobre «matar al mandarín» en El genio del cristianismo—, su modo de contarla resulta exquisito. Por un lado, la trama y la narración en primera persona adquieren un sabor más elaborado, exótico y ágil, gracias a la mezcla de ironía, evocación, olores, ambientación, realismo y magia que un portugués puede aportar. Por otra parte, el desarrollo moral que plantea este escritor luso inspecciona varios registros, incluyendo el religioso. Porque el reconcomio de la conciencia consiste en señalar que nada puede devolver la vida al mandarín. Una reflexión en torno a las consecuencias de nuestros actos: ¿sacaremos un provecho, a cambio de que alguien lejano y miserable, alguien anónimo en la otra punta del mundo pague la factura?
El mandarín tardó unos veinte años en publicarse en España. Desde 1902 se han editado unas veinte traducciones en nuestro país, casi todas posteriores a 1970. Quizá la más aconsejable sea la de Cátedra (1990), a cargo de Pilar Vázquez Cuesta y con texto de Paloma Navarro. Su introducción profundiza en la obra de una manera muy atinada. Por desgracia, no resulta fácil localizar un ejemplar. Otra edición bastante afamada, y con merecimiento, es la de Acantilado (2007), con traducción de Javier Coca y Raquel R. Aguilera, y un par de anotaciones finales que ayudan a comprender la novela. También cabe aludir a la de Libros del Zorro Rojo (2013), con ilustraciones de Alberto Cedrón y traducida por Alejandro García Schnetzer, así como la de Eneida (2009), de mano de Luisa Elorriaga.
acantilado / 120 págs.