'El nacimiento de los corresponsales de guerra': Crimea no fue el principio
No abundan las perlas cultivadas entre los últimos trabajos sobre la historia del periodismo universal. Estamos, sin embargo, ante un ejemplo de riguroso revisionismo académico, que adelanta el origen del corresponsal de guerra a la Primera Guerra Carlista (1833-1840)
Escribió alguien una vez que las crónicas de guerra deben manejarse con la precaución con la que se manipulan los venenos. Sus autores regresan de zonas volcánicas dejando un rastro de fuego en cada pisada. Y resulta difícil no dejarse embaucar por el vértigo de los acontecimientos o la engañosa zarpa del sobresalto. También cuesta no escurrirse por la grieta que abre el desplazamiento de las dos placas tectónicas que representan dos ejércitos en liza.
En el ámbito de la historiografía, a la dificultad referida del objeto de estudio se añade un mal entendido revisionismo (más político y ambiental que otra cosa) y no poco complejo frente a las escuelas foráneas, especialmente anglosajonas. Es por eso por lo que el británico William Howard Russell (1821-1907) ha sido reconocido como el primer corresponsal de guerra a raíz de su cobertura de la Guerra de Crimea en 1854. Ha sido reconocido hasta ahora. Esperemos que ello cambie con la aparición de este libro.
La obra que reseñamos, que responde a los avances de un Grupo de Investigación Reconocido (GIR) de profesores de la Universidad CEU San Pablo dirigidos por Alfonso Bullón de Mendoza y Cristina Barreiro, revisa el asumido aserto sobre Russell y adelanta en veinte años el origen de la crónica periodística de guerra. Este género habría nacido, en consecuencia, dos décadas antes de Crimea, en el transcurso de la Primera Guerra Carlista, cuando profesionales británicos, franceses y alemanes pisarían campos de batalla, villas, caminos y campamentos para relatar de primera mano lo sucedido en el enfrentamiento fratricida que asoló España entre 1833 y 1840. No resulta extraño así que al cambio de paradigma le cuadren los apasionados debates parlamentarios que el conflicto dinástico suscitó en el Reino Unido.
En otra parte escribí que un escollo relevante en estas investigaciones acostumbra a residir en la «formulación conceptual» de la praxis periodística. El periodismo se enseña practicándolo y siguiéndolo, pero también estableciendo normas teóricas que eviten el escenario grato al corsario académico, que se guía por la consecución de la popularidad o del pesebre y practica una lucha sin reglas y entre la niebla. Por eso, resulta tan estimable esta obra que congrega a historiadores, periodistas, filólogos, geógrafos, tecnólogos y publicitarios. No hace de su tesis principal una afirmación lanzada a beneficio de inventario, sino que la sustenta en las características que necesariamente debe reunir un corresponsal de guerra (dedicación profesional al periodismo e integración en red sistemáticamente establecida, convivencia con los soldados, consecución de cierto status de reconocimiento, influencia sobre la opinión pública de sus piezas, etc.). De hecho, los autores destacan que por vez primera estos redactores pasaron de unas líneas a otras para informar de lo que ocurría en ambos bandos.
Más allá de las características estilísticas de esta modalidad (que hoy el Libro de Estilo de El Mundo, por ejemplo, circunscribe a mostrar a las personas haciendo cosas, dejarles hablar, escribir económicamente y evitar que la historia pierda ritmo), la obra deja otros campos abiertos para la investigación futura, como la diferenciación entre el corresponsal fijo y el enviado especial, al que en ocasiones parecen asemejarse más los Gruneisen, Moore o Bell Stephens que desfilan por estas páginas. Los corresponsales de guerra contemporáneos se han preguntado habitualmente si es necesario documentarse exhaustivamente antes de partir hacia el destino, pues podría garantizar una mayor objetividad el hecho de llegar al lugar de los acontecimientos con una mirada inocente, desprovista de escrúpulos.
Aunque la capacidad de asombro y adaptación constante son cualidades esenciales para el trabajo del reportero, a veces da la impresión que esa cohorte de profesionales extranjeros que patearon la península Ibérica entre 1833 y 1840 no pudieron escapar de un pesado macuto de ideas preconcebidas. Como si parafraseando lo que Klemens von Metternich dijo a propósito de Italia, España hubiera sido tan solo una exótica expresión geográfica para sus prejuicios.
dykinson / 218 págs.