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Asesinato en el Hotel Paradise (I)

Nunca debió aceptar ese trabajo

Lu Tolstova

1 de agosto, 18:00h

Nunca debió aceptar ese trabajo. De no ser por el gato que le serpenteó entre las piernas la mañana del siete de enero del 2022, todo sería diferente. Entonces, Óscar tropezó con el felino y cayó al césped mojado, y llegó tarde a su entrevista de trabajo, y perdió el puesto como analista en una compañía de seguros, y como broche final de aquella bochornosa cadena de eventos, tuvo que aceptar la oferta de Calisto Wagner. Cal, como una vez le conoció, se hizo un hombre negocios en su tierra natal, pero volvía a Madrid para dirigir el renovado y prestigioso hotel de la Castellana, al cual le invitaba a unirse con la etiqueta de Chief Revenue Officer, un título adaptado a las esferas internacionales que venía a significar, el que gestionaba la estrategia de precios.

O quizás el gato no había tenido nada que ver.

Quizás era por él.

Porque Óscar debió haber imaginado que los errores del pasado solo pueden esconderse, pero que tarde o temprano salen de entre las sombras. Y la suya abarcaba demasiada culpa.

La imagen del animal se le vino a la cabeza al observar los rasgos de su predecesor, la cabeza de un tigre de bengala con fauces abiertas inmortalizado en un mármol a la entrada del Salón Escorial del Hotel Paradise.

Los flashes del interior le devolvieron a una realidad donde no podía distraerse. Óscar había conseguido reunir a numerosas personalidades de la alta sociedad española para que a ningún residente de la capital se le escapara comentar el evento.

–Gonzalo, no deberías estar aquí.

–Vamos Óscar, solo estaba tomando un Martini. Vale, vale, no me mires así, es broma, me quedaré en la habitación. Avísame si ocurre algo interesante.

Nunca había tragado del todo a Gonzalo. Estaba seguro de que algo no andaba bien con aquel hombre menudo y alcohólico que desde jóvenes les había arrastrado en sus fechorías.

Paseó la mirada por las mesas. Olga Barasona, la presidenta de la Comunidad de Madrid, charlaba amigablemente con Ricardo Peña, de ideologías contrarias. El gesto estaba acaparando a las cámaras y Óscar no podía dejar que el foco se desviara. Ladeó la cabeza hacia Ludwig, erguido por encima de los periodistas que se arremolinaban como pájaros en torno a las mesas de invitados. Este reaccionó levemente y se internó detrás de las cortinas rojas para avisar a su hermano. Si no lo conociera, su postura y rictus, pegados a una piel blanca de venas marcadas y pelo platino, pensaría que se trataba de un fantasma. Entre tanto, Óscar interrumpió a la pianista mientras se recogía el pelo en un moño chino.

–Comienza a tocar. Empezamos.

En cuanto Calisto Wagner puso un pie en el escenario, las cámaras rotaron, un par de focos le dispararon por encima del pecho y todos enmudecieron absortos al hombre que estaba por construir un imperio hotelero. Sus ojos azules eléctricos escudriñaban todo como si fuera un nuevo reto del que sacar rentabilidad.

–El hotel Paradise fue creado para brindar a los madrileños de un paraíso en la tierra, dejando fuera las preocupaciones del día a día… –continuó el discurso que culminó con un brindis. Elevó un cóctel esmeralda hacia la audiencia mientras todos acompañaban con sus respectivas bebidas.

Tiempo después, Óscar estuvo convencido de que antes de desaparecer entre las cortinas, Cal, no Calisto Wagner, su amigo Cal, le envió una fugaz mirada que parecía decir «¿Ves Óscar? Te dije que todo iría bien». Pero aquella imaginación se desvaneció con el apagón que les dejó un minuto en silencio, el alarido de Julieta poco después de volver las luces, y la voz temblorosa del guarda de seguridad que acudió veloz a la llamada de auxilio, cuando quince extenuantes minutos después, salió apartando las cortinas con manos tintadas de bermellón.

–Ha muerto. Calisto Wagner está muerto.