Asesinato en el Hotel Paradise (IV)
Había amenazado a Ludwig con echarle del Paradise
1 de agosto, 20:15h
Óscar reaccionó de la misma manera que siempre. Sin hacer nada.
–Estaré el tiempo que el hotel Paradise y los… –tuvo que corregirse– el señor Wagner me necesite.
Elevó las comisuras de los labios y se retiró de la esquina con aquella sonrisa fingida estampada en su rostro como si hubiera nacido para expresar emociones vacías. Hizo una búsqueda rápida en internet. Había estudiado en el Instituto Tecnológico de Massachusetts. Durante un tiempo estuvo trabajando en Silicon Valley, después, en Los Ángeles, donde continuó dirigiendo el fondo de inversión Rest, dedicado a invertir en empresas de ocio y gastronomía. Un figura que le había hincado el diente a los Wagner y le había salido rana. No tenía pinta de asesino. Andaba pensando eso cuando le caló en los huesos una melodía amarga que le hizo estremecerse. La música era tan tétrica que captó no solo su atención, sino la de parte de la audiencia que expuso una mueca asustada.
«¿Qué diablos?»
Nacía de un piano negro de cola, un Steinway irresistible para cualquier músico. Óscar se acercó a ella contrariado por la espeluznante pieza que reproducía.
–¿Podría cambiar de canción? Está asustando a la gente.
La pianista, que tenía el pelo oscuro y planchado ocultándole medio rostro, se apartó un par de mechones por detrás de sus orejas y le miró con dos ojos almendrados y delineados de tal forma que parecía hipnotizar con la mirada. Soltó una contenida carcajada nerviosa.
–Con asustar a la gente querrá decir que le está dando miedo a usted –terminó de hacer danzar sus dedos por las teclas blancas y negras y se giró hacia él–. Perdóneme, entiendo su espanto, esta canción pertenece al subestimado Carlo Gesualdo. Una interpretación de su versión cantada. A pesar de que este hombre era del renacimiento, su música bien cabría dentro del siglo XX. Lo cierto es que fue calificado de lunático, excéntrico, perverso y cruel –se percató de que estaba excediéndose y emitiendo otra pequeña risa añadió–. Disculpe, es solo que cuando estoy tensa necesito expresarlo con música, ¿sabe?
Óscar asintió algo turbado.
–Soy Florencia, aunque probablemente lo sepa. Usted es Óscar, ¿no? Lleva la organización del hotel. Puede llamarme Floren –continuó ella con un acento indistinguible alargando una mano.
Óscar le tendió la suya unos segundos y, por primera vez desde hacía horas, se dejó caer en la silla que había al lado.
–Así es. Tiene un nombre curioso –acertó a decir.
–Mis abuelos amaban Italia y mi abuelo pidió matrimonio a mi abuela en frente del David de Michelangelo, así que desde ese momento todos sus descendientes tenemos nombres relacionados con el artista.
De repente, Óscar sintió que su nombre era horrorosamente aburrido.
–Es bonito.
–Sí... Espero que la policía atrape al asesino cuanto antes.
Óscar la volvió a mirar. La mujer miraba disimuladamente el extremo de la sala, se crujía los dedos de las manos y sus piernas temblaban. Siguió el curso de sus ojos hacia el hombre apoyado en el alfeizar de la entrada mientras hablaba por teléfono: Ludwig Wagner.
–¿Piensa que ha sido él?
Floren abrió mucho los ojos algo sorprendida y se hundió en los de él, asustada, debatiéndose sobre si debiera contar lo que rondaba su mente.
–Ya lo he hablado con la inspectora. Estaba afinando el piano ayer cuando escuché gritos que provenían de los Wagner. Calisto había amenazado a Ludwig con echarle del Paradise.