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Asesinato en el Hotel Paradise (VII)

Cuatro escritores que pisaron esa vivienda sufrieron muertes trágicas al día siguiente

Lu Tolstova

2 de agosto, 8:30h

Francisco López era conocido por todos como Paco. Canoso, algo fondón a causa de la edad, con arrugas que se acentuaban en la risa, supuso que aquel nombre tan cercano le ayudaba a obtener aquello que le llenaban de vida sus días de jubilado: historias.

Lo sabía todo de todos, pero jamás soltaba prenda de la información que poseía. Tan solo saboreaba cada nueva historia como niño que toma una cucharada de crema de cacao sin que le vea su madre. Paco coleccionaba los chismes en su memoria y no las registraba en ningún otro lugar. A pesar de que muchos de ellos podrían catapultar relaciones, hacer explotar negocios o desajustar economías, aquellos ‘tesoros’, como solía llamarlas, permanecían vírgenes en su cerebro, y la gran mayoría vivirían y morirían con él.

Paco estaba sentado junto a Fernando Manzanares, que se había servido un zumo de naranja y unas tostadas de pan integral con aceite y tomate.

– Justo estaba comentando a Fernando lo valientes que habían sido reformando el Paradise.

Óscar se acababa de sentar tras haber recopilado un picoteo del buffet. Algo de bollería, algo de embutidos y un café bien cargado. Floren tan solo se había servido un yogur y unos trozos de fruta. Conocía a Paco de haber coincidido con él en algunos eventos cuando trabajaba como responsable de la estrategia digital de una agencia de publicidad reconocida en Madrid. Fue él quien sugirió a Ludwig invitarle a la inauguración ya que mantenía buena relación con escuelas de negocios internacionales a quienes podía recomendar el hotel. Claro que había confundido su reacción a la invitación con entusiasmo, cuando en realidad Paco tenía corazón de historiador, y se conocía la del Paradise al detalle, incluyendo aquellos pormenores que prefería enterrar en el pasado.

–Se dice que antes ser un hotel, allá por el 1830, esto era la casa de Paula Jilguero, una mujer bella y culta que había conseguido hacerse hueco en las esferas literarias con el único propósito de devorar la literatura que aquella época del romanticismo tenía por ofrecer. Uno de los grandes, Mariano José de Larra, le llegó a considerar una confidente, no solo de temas literarios sino de su vida personal. Cuentan que, tras un desengaño amoroso, fue a contarle sus penas a Jilguero y un día después, se suicidó en su casa. Pero esto no es lo importante. Sino que otros tres escritores que pisaron esa vivienda sufrieron muertes trágicas al día siguiente. José de Espronceda la visitó en el 1942 para entregarle uno de sus poemas y a pocos días se le diagnosticó la enfermedad con la que acabó con su vida. En 1970, Gustavo Adolfo Bécquer se enteró de su tuberculosis días después de pasar por allí y José Zorrilla falleció en el 1893 por una operación cerebral tras visitarla para tomar prestados algunos de sus libros. La mujer murió un par de años después a la sorprendente edad de 83 años y el rey Alfonso XIII convirtió la casa de la literata en un hotel que albergaría su habitación como librería. Pero hay más….

Óscar abandonó desanimado su napolitana a medias.

– ¿Sabes Óscar qué estancia ha sustituido a la librería del aquel entonces en la restauración?

Claro que lo sabía. Había echado un vistazo a los planos antiguos del hotel junto a Calisto.

– El salón Escorial.

El salón del crimen.

– Qué coincidencia –apreció Floren.

– Es una fantasía interesante, sí –se vio obligado Óscar a señalar.

– Da algo de miedo –añadió la pianista.

– ¿De verdad que una música que ha recorrido el mundo se cree esas leyendas? –preguntó Fernando.