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Asesinato en el Hotel Paradise (VIII)

Tengo en mi habitación una infusión de limón con un poco de valeriana que hace maravillas

Lu Tolstova

2 de agosto, 8:50h

Floren le analizó con curiosidad.

–¿Cómo sabe que he recorrido el mundo?

A Fernando se le intuyó un segundo de rubor antes de volver a alzar su máscara presuntuosa llena de falsa seguridad.

–Su música es exquisita. Permítame haberla investigado. De hecho, me gustaría invitarle esta noche a cenar, si no tiene nada entre manos y así convencerla de que después de que acabe en el Paradise vaya a tocar a mi hotel en Los Ángeles.

Óscar alzó una ceja, despectivo.

–Agradezco su invitación, aunque temo que no vaya a poderle ser de ayuda. Planeo viajar a Italia en unas semanas.

–El país del arte… está bien. Entonces acepte, aunque sea, acompañarme a cenar esta noche. Quizás pueda convencerla de quedarse un tiempo más en España –insistió.

Óscar pretendía desviar la conversación cuando se sorprendió del movimiento afirmativo de cabeza de la pianista. Intercambiaron sus teléfonos mientras Paco le lanzaba una mirada inquisitiva y jovial. Sin ni siquiera incidir en por qué desde entonces tuvo un humor de perros durante la mañana, dio por perdida su productividad. No podía concentrarse en el trabajo que tenía delante. Su cerebro estaba congestionado de teorías conspiratorias, muertes súbitas, lúgubres canciones de piano y en la puñetera cita del engreído inversor de Fernando con Floren.

Por primera vez en mucho tiempo su cerebro se había transformado en una batidora de ideas que le impedían sacar una línea de cifras. El pasillo donde se encontraban las oficinas llevaba vacío toda la mañana, Ludwig Wagner no parecía estar en el hotel. Así que, finalmente, se relajó venciéndose al sueño.

Estaba tan profundamente cansado que los recuerdos afloraron en forma de sueño inconsciente. Imágenes de sus amigos gritando, voces reconocibles, más palabras inteligibles. El ambiente se tiñó de un rojo abrasador, que hizo brotar la culpa, el miedo, el enfado, y como colofón, un alarido que arañaba el alma consiguió despertarle de un salto. Estaba sudando y mareado

Había desorganizado un par de hojas de su escritorio que recolocó con el mal cuerpo de quien lleva sin dormir días enteros. Volvió a enterrar el recuerdo antes de que se hundiera en el sitio y decidió ir al bar a por una bebida fría.

Nada más salir de la estancia reconoció una cabellera pelirroja que aparecía del despacho contiguo.

–¿Julieta?

La chica tenía mejor cara que la última vez. Aunque algo pálida y con ojeras notables, sus ojos verdes volvían a gozar de brillo.

–Hola, Óscar. Venía a coger unos papeles para Ludwig…

–Pensé que estarías de baja.

–Lo sé. Los psicólogos me recomendaron eso, pero… no puedo estar en mi casa. No ahora. Necesito trabajar y hacer cosas, y el hotel puede ser un desastre si falta más personal. Sé que algunos han renunciado a su puesto. Yo quiero estar aquí.

Óscar reconocía el sentimiento. Ambos se dieron un momento de silencio.

–¿Estás bien? Cuando llegué te vi recostado, no quería molestarte…

–Oh no, yo…