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Fotografía de Virginia Hall en los archivos de la CIACIA

Virginia Hall, la 'dama coja' que desquicio a la Gestapo

Fue una heroína secreta, una espía brillante en la Francia ocupada y a la que la CIA despreció por machismo y elitismo

Virginia Hall nunca habló de sus seis años secretos en Francia. Una epopeya que solo ahora, con demasiado retraso, le está abriendo por fin un hueco en la historia. La periodista británica Sonia Purnell es autora de una magnífica biografía de ella, Una mujer sin importancia (Crítica), y se baraja convertir su vida en una película, aunque sus peripecias darían para una serie de suspense de varias temporadas.

El libro de Purnell llena muchos huecos, porque Virginia no escribió unas memorias jactándose de sus proezas. Jamás concedió entrevistas: «Muchos de mis amigos fueron asesinados por hablar demasiado», rezongaba cada vez que se le proponía. Cuando murió en el hospital adventista de Rockville (Maryland), el 8 de julio de 1982, a los 76 años y tras lustros achaques, para sus vecinos del minúsculo pueblo campestre de Barnesville era solo una granjera más. Usaba muletas, por que le faltaba una pierna. Vivía con su marido, un simpático francés mucho más joven y notoriamente más bajito que ella, en una coqueta mansión de gusto afrancesado, con un terreno circundante de doce hectáreas. Tal vez algún allegado llegase a saber que era también una empleada jubilada de la CIA, pero poco más....

Nadie era consciente en Barnesville de que estaban ante una de las mejores espías aliadas de la Segunda Guerra Mundial, distinguida con la Orden del Imperio Británico y la Croix de Guerre francesa. La única mujer que ganó en la contienda la Cruz del Servicio Distinguido del Ejército estadounidense. Para ellos solo era «Una mujer sin importancia», como titula su biografía Sonia Purnell. Aquella agente secreta consiguió cazar el viento con tres armas: valor, tenacidad e inteligencia táctica. El suyo fue un triunfo obligadamente privado. Las condecoraciones que venían a reconocerla como la mejor mujer espía de la historia de Estados Unidos nunca trascendieron al público, porque se le impusieron a puerta cerrada, aunque hoy por fin podemos ver las fotos ya amarillentas de aquellas ceremonias.

Crítica / 384 págs.

Una mujer sin importancia

Sonia Purnell

Virginia Hall, Dindy para su familia, había nacido en Baltimore en la primavera de 1906, en un hogar acomodado, con un padre propietario de un cine y alto empleado de banca. El plan para ella era el de la rueda de entonces: casarla pronto y bien. Pero Dindy poseía un ramalazo rebelde. Era una chica rompedora, diferente, sin miedo a nada, atlética y con fuerte personalidad. En el colegio apareció un día en clase con una pulsera compuesta de serpientes (vivas, para más señas y para espanto de sus maestros). A los 19 años plantó la boda que le habían programado sus padres y se pasó 1926 y 1927 estudiando en París y Viena. De vuelta en Estados Unidos, se licenció en Economía y Francés en la Universidad George Washington. Antes de cumplir los 30 ya hablaba seis idiomas y su meta era ingresar en el cuerpo diplomático de su país. Nunca lo consiguió, por un único motivo: ser mujer. En su último intento la rechazaron utilizando como pretexto su minusvalía (había perdido una pierna). Fue un rechazo polémico, cuyo eco llegó al propio presidente Roosevelt, quien paradójicamente no la ayudó a pesar de estar él mismo en una silla de ruedas.

Finalmente, se empleó como secretaria en la embajada estadounidense de Varsovia. De allí fue enviada a Turquía, donde sufrió el accidente que marcaría su vida. En 1933, cazando becacinas en el delta del Gediz, en Esmirna, se dispara accidentalmente en un pie con su escopeta. La herida se acaba gangrenando y con 27 años han de amputarle la pierna por debajo de la rodilla. Su nueva compañera inseparable es una pesada prótesis, que con humor apoda con el nombre de Cuthbert.

Virginia Hall, condecorada en 1945CIA

El hándicap físico no la arredra. Al revés, parece conferirle un nuevo plus de determinación. Tras ser rechazada por el cuerpo diplomático, en 1940 se enrola voluntariamente como enfermera conductora de ambulancias del Ejército francés. La guerra relámpago de Hitler barre a los galos, que esperaban confiados tras la antigualla de su Línea Maginot. Virginia acelera al volante rumbo al Sur con los nazis avanzando tras sus ruedas. Finalmente logra cruzar a España y en un puesto fronterizo, ya a salvo, entabla una conversación casual con un oficial de la inteligencia británica, George Bellows. Virginia le causa una notable impresión y el agente inglés le facilita un número de teléfono. Cuando un día se decide a llamar, la treintañera estadounidense descubre que ha contactado con el Special Operations Executive, la SOE, un servicio secreto que acaba de crear Churchill para operaciones poco ortodoxas de sabotaje y espionaje en Francia.

El 23 de agosto de 1941, la americana pelirroja y pálida, alta, de mirada firme, pata de palo y aspecto atractivo, parte a la Francia de Vichy bajo la tapadera de ser una corresponsal del New York Post. Estados Unidos es todavía neutral, circunstancia que facilita los movimientos de la agente 3844 del SOE. Instalada en Lyon en un convento de monjas –a las que pronto convertirá en sus cómplices–, teje una amplia malla de agentes de la Resistencia, la Red Heckler.

En octubre de 1941, varios operativos de su equipo acuerdan encontrarse en una cita en Marsella. A Virginia Hall aquella reunión le da mala espina. Desconfía y decide no acudir. Su intuición resulta acertada: la Policía francesa colaboracionista detiene allí a doce espías aliados, que acabarán en el penal militar de Mauzac. Virginia se toma aquella redada como una cuestión personal. De inmediato comienza a planificar lo que parece imposible: la gran evasión que los salve de la ejecución. En julio de 1942 los doce logran fugarse de la prisión merced al plan que ha diseñado ella y tras pasar a España acaban alcanzando el Reino Unido. Es el golpe maestro de su carrera. También una humillación para el enemigo. La Gestapo pasa a considerarla «el más peligroso de los espías aliados». La misteriosa «Dama Coja», como ellos la llaman, desquicia a los nazis. Klaus Barbie, el «Carniero de Lyon», llega a imprimir pasquines de «Se busca» con su supuesto retrato robot. La maldice, sin conocer siquiera todavía su verdadera nacionalidad: «Daría cualquier cosa por agarrar a esa puta canadiense».

Pero la organización que ha ido tejiendo Virginia, conocida entre los aliados como la legendaria «Marie de Lyon», es porosa. Los agentes se descuidan, sobrepasados por la tensión acumulada, el abuso de anfetaminas para resistir el cansancio y el alcohol para desahogarse. Robert Alesch, un sacerdote católico luxemburgués de fogosos sermones anti-nazis, que en realidad es un letal doble agente alemán, se infiltra en la red y acabará destrozándola. Virginia, que acabó cayendo en las añagazas de Alesch a pesar de que siempre desconfió de él, se ve forzada a huir precipitadamente a España. En noviembre de 1942, logra cruzar de manera casi inhumana unos Pirineos cubiertos de nieve, caminando a través de las peligrosas sendas de contrabandistas del Canigó con el lastre de su pesada pierna ortopédica, con el muñón en carne viva por la presión. Durante la ruta envía un mensaje por radio a su mando en Londres: «Estoy bien, pero Cuthbert me está dando problemas», telegrafía aludiendo a su prótesis. Londres no se entera de nada y le responde con frialdad burocrática: «Si Cuthbert le está creando dificultades, entonces elimínelo».

Fotografía de Virginia Hall con varias cabrasCIA

El 14 de noviembre de 1942, la Guardia Civil la detiene tras cruzar la frontera española y es encarcelada en Figueras, aunque pronto será liberada por la intermediación de la Embajada estadounidense. A continuación hará una breve escala en Madrid, donde se recupera y realiza algún trabajo menor. Tras llegar finalmente a Londres, la SOE le explica que está ya demasiado marcada para poder volver a Francia. Para su exasperación la relegan a labores de oficina. Pero pronto se enrola en un nuevo servicio de espionaje estadounidense, la recién nacida American Office of Strategic Services (OSS). En marzo de 1944 desembarca en una playa de Bretaña para la segunda parte de su odisea. La han disfrazado peliculeramente como si fuese una sexagenaria y porta una pistola y una maleta con medio millón de francos, para crear redes y engrasar sobornos. Triunfará de nuevo, está vez recabando información para ayudar a preparar el desembarco del Día D y poniendo en vereda a los maquis de las montañas del Alto Loira. Sus operativos dejarán fuera de juego a un millar de soldados alemanes, alertarán al mando aliado de los movimientos de las tropas de Hitler y dificultarán su logística, saboteando trenes y volando puentes.

Las principales cualidades de Virginia como espía fueron su determinación, su valentía, su ingenio y que sabía transmitir confianza a sus agentes y contactos. De algún modo, de ella emanaba autoridad. Logró ganarse a monjas y a prostitutas (llegó a tener a todo un burdel trabajando para ella). Atrajo a intelectuales, como un ilustre galeno; a artistas, a gente corriente de Lyon y a los desconfiados montañeses, que al principio no creían en ella (sí lo hicieron cuando empezaron a caer en las madrugadas los paracaídas con armas enviadas por Londres). Contemplaba su red como una especie de gran familia, en la que ella ejercía como una matriarca protectora y de rotundas dotes de mando. Si se le puede atribuir un defecto sería que a veces confió demasiado en su equipo. Les supuso a todos ellos una integridad equiparable a la suya, cuando en realidad su cuajo moral era infrecuente. También le costaba trabajar en equipo y el respeto a la cadena jerárquica se daba de bruces con su enorme yo, su fortísima personalidad.

Concluida la guerra, Virginia vuelve a Lyon en busca de sus antiguos agentes, muchos de ellos auténticos amigos. La mayoría han sido asesinados por los nazis, como tres de sus espías más queridos, a los que apodaba «mis sobrinos», ejecutados en el campo de concentración de Buchenwald. Su némesis, Robert Alesch, el sacerdote agente de la Abwehr, la inteligencia militar alemana, logra huir a Bruselas. Pero es detenido y deportado a Francia, donde será juzgado y acabará ante un pelotón de fusilamiento.

El epílogo es tristón. La mítica Virginia Hall ingresa en 1947 en la recién creada CIA, donde trabajará hasta su jubilación a los 60 años. Pero se ve relegada de nuevo a labores burocráticas, salvo alguna pequeña tarea en el marco de la Guerra Fría contra el comunismo. Sus jóvenes superiores, universitarios de la Ivy League, la ven como una reliquia obsoleta del pasado. «Nadie sabía qué hacer con ella. Era un personaje embarazoso para los que no tenían experiencia de combate, para los burócratas que ahora mandaban en la CIA». Acabará tirando la toalla, retirándose sin alharacas ni grandes honores y haciéndose granjera. Simplemente dejará correr los días –y generosas cantidades de vino– en compañía de su marido francés, Paul Goillot, también ex agente de la OSS, que intentó sin éxito sacar adelante un restaurante y que nunca fue bienquerido por la altiva familia de ella. En realidad toda la segunda parte de la vida de Virginia Hall resultó una suerte de anticlímax tras las irrepetibles vivencias de su juventud.

Después de su muerte, algunos de sus compañeros reconocieron que fue marginada en la Agencia por su condición de mujer. Hoy, sin embargo, Virginia ha ganado. Finalmente se la recuerda como un pequeño mito, con una sala propia en el museo de la CIA.