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Asesinato en el Hotel Paradise (XXVIII)

Vio la silueta de un crío que permanecía completamente quieto mirando el cadáver

Ilustración mecheroLu Tolstova

1998

En la noche de aquel inicio del verano del 1998 refrescaba. Óscar hubiese preferido estar en su casa descansando, pero Cal le había dejado tropecientos mensajes diciéndole que era la última vez que salían.

Se arrepintió.

Salieron por Sol a la sala de fiestas Joy Slava, intentado acabar por lo alto. Al ritmo de ‘Rock me Amadeus’, una de sus canciones favoritas en aquella época, Gon arrastró a todos por el collar de sus camisas a una de las esquinas de la discoteca.

–¡Chavales! ¡Tengo «la gloriosa»!

–¿De qué hablas?

Gon sacó de su bolsillo una petaca que había rellenado con un alcohol antiguo de su padre.

–¡Anda ya!

–Estás colgadísimo, hermano.

–¿De dónde lo has conseguido? –Cal le arrebató la petaca, consciente de que Gon no controlaba.

–¡No seáis aguafiestas! –se quejó Gon–. ¡Esto no es nada!

–Anda, campeón, si ya vas flipadísimo –soltó Pablo haciéndose con la petaca y guiñándole un ojo a Gonzalo.

Media hora después, iba tan mal que potó encima de los zapatos de una pareja que bailaba a su lado y se enzarzó en una pelea con el novio. El resto, incapaces de separarles y borrachos hasta las trancas se ganaron junto a ellos un pase directo a la salida.

Aún no era demasiado tarde. Las 23:30h. Habían empezado temprano y aún tenían tiempo de enganchar con algún plan.

En el camino, entre risas, golpes a las farolas y cantos a Gon se le ocurrió una terrible idea.

–No hay huevos a ir a la uni –dijo entre risas.

–¿Para qué quieres ir?

Gon consiguió llevarlos hasta la facultad, a escasos minutos de donde estaban. Se situaban encima de una carretera que cruzaba en forma de puente el jardín de la parte de abajo, una pequeña zona de recreo considerada el ‘mini paraíso’ para realizar actividades recreativas. El frío hizo que Cal se encendiera un cigarro y dio otro de su paquete a Gal.

Gon sacó de su bolsillo un mechero antiguo tallado con rosas que había cogido a sus padres y lo abrió, el fuego se irguió iluminándole una traviesa sonrisa.

–¿Y si lo quemamos?

Óscar, que aún borracho empezaba a despertarse, empezó a pedir que no hiciera nada. Cal y Pablo se acercaron a él para arrebatarle el mechero, pero Gon empezó a danzar de un lado para otro, y los tres borrachos no pudieron quitárselo. Estaban entre risas cuando Cal consiguió ponerse al frente.

–Ya está bien Gon, lo vas a tirar –dijo algo serio mientras Gon extendía el brazo hacia arriba.

Cal saltó para cogerlo. A Gon se le resbaló de las manos. El mechero encendido cayó hacia el jardín. Los cuatro se miraron. Iban a llamar a alguien. Iban a acudir abajo. Pero entonces escucharon un bramido y todos salieron corriendo.

El corazón empezó a palpitarle. Iba a echar a correr sin saber hacia dónde cuando Cal le agarró del borde de la camisa.

–¡¿Qué haces?! ¡Tenemos que ir a ayudar! –bramó sin localizar a los otros dos.

Ambos bajaron tan rápido como sus piernas le permitieron por las escaleras que conducían a la entrada de la universidad y a la del jardín. Aún retumbaban los alaridos que llamaban un nombre y pedía auxilio.

Cal fue el primero. No entendió cómo las llamas se habían extendido tanto. Tiempo más tarde, leerían en los medios que el jardinero había echado un insecticida que reaccionó con el fuego extendiéndolo por todo lo verde como si se tratara de gasolina. Calisto vislumbró una figura de un hombre con espasmos al cual se le estaban comiendo las llamas. Salió del jardín y vomitó en una planta que se había salvado.

Óscar se quedó unos segundos, pasmado, mientras su amigo daba una llamada anónima advirtiendo de las llamas y de la calle, avisando de que viniera una ambulancia por los gritos, aunque sabía que no tenía solución.

Entonces la vio. La silueta de un crío que permanecía completamente quieto mirando el cadáver. Parecía que le estaba mirando.