'Sulfuro': más que un relato, una experiencia sobre la fragilidad mental
Fernanda García Lao se atreve a intercalar el lenguaje poético y la prosa, un experimento reservado solo a los narradores con talento, y le sale muy bien
Son ya dos los años he compartido caseta en la Feria del Libro con la editorial Candaya. Dos años escuchando a sus editores, Olga y Paco, colmar de elogios a sus autores y a sus libros, con un amor que pudiera uno creer que estaba solo reservado para dirigírselo a la descendencia directa. Sin embargo, en cuanto pasas cinco minutos con ellos comprendes que, en su caso, la excepción a la norma está justificada: Candaya lleva casi 20 años apostando con pasión por la literatura hispanoamericana de calidad y arriesgando con cada publicación, tarea que en tiempos de bestseller refrito y autores youtuber resulta toda una proeza.
Fue ese buen ojo editorial suyo el que en 2006 se posó sobre el Nocilla Dream de Fernández Mallo y lo convirtió en el centro de todas las miradas de una generación que se acabó llamando «Nocilla» cuando lo justo era que hubiese sido «Candaya». Porque, desde 2003, esta editorial ha armado un catálogo que ya se ha vuelto denominación de origen y que incluye a voces tan reconocidas de las letras actuales como Mónica Ojeda, Mariana Enríquez, Gustavo Faverón o Eduardo Ruiz Sosa.
O a Fernanda García Lao (Argentina, 1966), que en 2020 publicó su Nación vacuna y que ahora vuelve con Sulfuro (2022). Fernanda es narradora, poeta y dramaturga, y cuenta ya con varias obras a sus espaldas, algún que otro premio (Muerta de hambre) y coordina talleres de escritura. Fernanda no es una autora novel, vaya, y eso se nota nada más abrir esta obra, en la que combina la lírica y la prosa con tal destreza y elegancia que ha conseguido que alguien como yo, que no entiende nada de poesía —creedme: de joven pagué por asistir a un recital de Carlos Salem—, se sumerja por completo y termine disfrutando este librito en el que la brevedad no es sinónimo de simpleza.
candaya / 171 págs.
Sulfuro
Me gustaría poder elaborar una sinopsis de esta historia para así contextualizarla, pero tras un rato intentándolo me he dado cuenta de que Sulfuro, más que un relato, es una experiencia. En él, Fernanda explora los terrenos de la fragilidad mental y, de forma sorprendentemente eficaz, elige hacer uso de la segunda persona para narrar las alucinaciones y delirios de una protagonista sin nombre que vive rodeada de fantasmas: los de su presente y su pasado, y los que habitan fuera de los muros. Porque esta desnombrada se va a vivir a una casa al otro lado del cementerio y en la mudanza se lleva consigo el dolor de la pérdida de una madre y dos hijos, el dolor de dos matrimonios mal encarados, el dolor del silencio y del olvido. Y todo ese dolor lo narra Fernanda con una prosa bella y la vez puntiaguda que consigue atrapar desde la primera página.
En este relato bizarro y oscuro, las vidas de santos, la presencia ubicua y constante de Dios y los muertos del vecino cementerio también ocupan un lugar protagonista, ya que al poco de instalarse en la nueva casa empiezan a aparecérsele a la mujer y a contribuir a su descenso al infierno de la locura. Nos plantamos así ante una narración que destaca por su originalidad y que engancha al lector a golpe de frase breve y hermosísima («la gente buena tiene el infinito de su lado»), de imágenes potentes y dolorosas («el suicidio tiene un halo de aristocracia del que carece cualquier enfermedad, salvo la tisis»), y de capítulos cortos, casi poemas, en los que la acción pudiera parecer estática, pero avanza a pasos agigantados.
Una narración que destaca por su originalidad y que engancha al lector a golpe de frase breve y hermosísima
Sulfuro es un experimento químico-literario que sale bien y hay que reconocerle a Fernanda el talento para lograrlo. En otros casos, con otros autores, este intento habría acabado en grave accidente.
Al enfrentarme a este libro, confieso que he salido de mi zona de confort y que hacerlo me ha permitido vivir una experiencia literaria a la que difícilmente hubiera accedido de no haber prestado atención a lo que Olga y Paco decían al otro extremo de mi caseta. Supongo que la moraleja es que de vez en cuando hay que abrir bien los oídos cuando escuches a alguien caérsele la baba hablando de sus hijos; que el amor de unos padres es muy grande y puede nublar la vista, sí, pero otras tantas suele esconder una verdad.