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Portada de «Ladrones de libros» de Anders RydellDesperta Ferro

'Ladrones de libros': víctima, botín y arma de la barbarie nazi

Anders Rydell sumerge al lector en la desconocida tragedia de los libros en el Tercer Reich en este magnífico ensayo fruto de una concienzuda investigación

«Allí prendimos fuego a los libros. Las llamas ardieron durante veinte horas. Los judíos de Lublin estaban alrededor y lloraban amargamente. Sus chillidos hacían que casi no se nos oyera. Luego convocamos a la banda militar, y los gritos alegres de los soldados silenciaron los llantos de los judíos».

Con este estremecedor testimonio, recogido por Anders Rydell y que nos ofrece en su recomendable Ladrones de libros (Desperta Ferro, 2022), describía un soldado alemán la destrucción de la gran biblioteca de la Academia de los Sabios de Lublin, la principal yeshivá de la ciudad y una de las más importantes yeshivot del judaísmo.

Pero la literatura sagrada judía no fue, ni mucho menos, el primero y principal de los objetivos nazis en cuanto a libros se refiere. En 1939, cuando tuvieron lugar los sucesos en la biblioteca de la yeshivá de Lublin, los nazis ya llevaban seis años empleados a fondo en la destrucción de libros.

En un primer gran acto en la Opernplatz de Berlín, en 1933, los «camisas pardas» de la SA (Sturmabteilung, «sección de asalto») destruyeron obras que se encontraban en su punto de mira desde hacía al menos una década. Entre aquellas obras, consideradas «degeneradas» o escritas por «traidores a la patria» a ojos de los nazis, como comunistas o pacifistas, uno de los principales objetivos del «fuego purificador» ario y patriótico fue Im Westen nichts Neues («Sin novedad en el frente»), de Erich Maria Remarque, veterano del Frente Occidental durante la Gran Guerra cuya idea de la lucha por la patria y la guerra era muy distinta a la que rendían culto los Freikorps primero, y los nazis después. Remarque, Thomas y Heinrich Mann, Bertolt Brecht, Alfred Döblin, Anna Seghers y otros muchos autores alemanes, como recuerda Rydell, fueron el primero objetivo de los nazis a su llegada al poder.

desperta ferro / 376 págs.

Ladrones de libros

Anders Rydell

Pero la destrucción pública por el fuego, en una depravada interpretación nazi de purificación de la cultura alemana, no fue la única acción llevada a cabo por los nazis con los libros, ni siquiera la más importante. Fue solo una de ellas, si acaso la más sonada y la más cargada de simbolismo.

El auténtico «trabajo» con los libros se llevaría a cabo en la sombra, sin ninguna parafernalia barbárica ni exaltación patriótica; más bien todo lo contrario, de la manera más ordenada y meticulosa posible. De manera paralela a aquellas mascaradas llevadas a cabo en concentraciones masivas en espacios públicos, los principales ideólogos nazis, como Alfred Rosenberg, además de otros principales jerarcas del partido, como Göring y Himmler, llevaron a cabo un expolio sistemático que desposeyó de sus «fortunas en libros» a toda la intelectualidad europea enemiga del nazismo y su ideología.

Y no solo a comunistas, judíos, masones, católicos y demás, sino también a todas aquellas instituciones culturales de las naciones ocupadas que iban cayendo en manos nazis a lo largo de la guerra: Polonia, Bélgica, Holanda, Francia, etc.

Las increíbles cifras que aporta Rydell impresionan profundamente: «En Polonia, probablemente el país más afectado, se estima que se perdió el 90 por ciento de las colecciones pertenecientes a colegios y bibliotecas públicas. Además, el 80 por ciento de las bibliotecas privadas y especializadas del país desaparecieron. Más o menos, toda la colección de la biblioteca nacional polaca, compuesta por unos 700.000 volúmenes, quedó dispersa. Se cree que 15 millones de los 22,5 millones de libros de Polonia se perdieron» (p. 31). De todos los libros que se perdieron en Polonia, seguramente solo un pequeño porcentaje acabó como los de la yeshivá de Lublin. Muy probablemente la mayoría pasaría a engrosar las nuevas bibliotecas nazis, como la de la RSHA (Reichssicherheitshauptamt, «Oficina Central de Seguridad del Reich») y la del ERR (Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg, «Personal de Operaciones del Reichsleiter Rosenberg»).

El principal propósito de bibliotecas como la de la RSHA, controlada en última instancia por Heinrich Himmler, era, en palabras de Rydell, «recopilar publicaciones y archivos que pudieran ayudar a las SS y al SD a conocer a fondo a los enemigos de la nación: judíos, bolcheviques, masones, católicos, polacos, homosexuales, romaníes, testigos de Jehová y otras minorías» (p. 24).

Es decir, que los libros no solo eran concebidos por los jerarcas nazis como el principal elemento a destruir dentro de un plan de eliminación de una cultura concreta, o como trofeos y botines de guerra, sino también como una poderosa arma de información y conocimiento del enemigo. A ello se encargaría la conocida Sección VII de la RSHA de Himmler, el Departamento de Investigación y Evaluación Ideológica, cuyos edificios no dejaron de ampliarse para albergar varios millones de libros robados en toda Europa.

Otros muchos libros, de menor interés ideológico (negativo o positivo) para el régimen nazi eran vendidos a toda una amalgama de instituciones privadas o donados a bibliotecas alemanas como la Berliner Stadtbibliothek («Biblioteca de la ciudad de Berlín»), actualmente denominada Zentral- und Landesbibliothek Berlin, donde especialistas entregados por entero a una labor detectivesca, como Detlef Bockenkamm o Sebastian Finsterwalder, se dedican a rastrear libros en busca de algún distintivo (como la famosa J de Judenbücher, «libros judíos») o restos de ex libris para devolver los volúmenes robados a sus legítimos dueños o, en su caso, a sus descendientes.

No siempre esa devolución es posible. No siempre hay alguien al final del camino. Y esto también habla de la tragedia humana que cuentan los libros robados: «El final del camino siempre era Auschwitz. No podemos devolverle la vida a la gente, pero tal vez podamos darles algo. Un libro y tal vez un recuerdo», dice Detlef Bockenkamm mientras contempla los ex libris esparcidos en su escritorio», escribe Rydell, despertando en el lector un profundo sentimiento de tristeza.