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Portada de «El señor de las moscas» de William Golding

'El señor de las moscas': fábula inquietante sobre la condición humana de unos muchachos náufragos

Sublime narración de cómo el darwinismo, llevado a sus últimas consecuencias, nos arrojaría a la extinción

Habrá quienes conozcan esta obra por sus versiones cinematográficas. La primera (Peter Brook, 1963), en blanco y negro, es bastante fiel al libro; la segunda (Harry Hook, 1990), aunque en color, con factura más elaborada, mejor música y secuencia final de enorme calidad y efectista —Enrique García–Máiquez detecta enormes paralelismos con una película posterior: Apocalypto (Mel Gibson, 2006)—, se aleja en demasiados puntos. La trama arranca de una manera confusa para el lector. Ahí la habilidad narrativa de Golding, que sabe manejar todos los pinceles de la literatura: ambigüedad, suspense, actitud aséptica —algo recuerda al behaviorismo de Dos Passos—, evocación lírica cuando resulta necesario, diálogos, acción…

El señor de las moscas es de esas novelas que diseminan y dosifican desde el principio elementos cuyo peso se entiende y acrecienta conforme se despliega la historia. Desde el color del pelo, los ojos y la piel de tal o cual personaje, hasta rocas que se empujan pendiente o cañada abajo. O, de manera especial, una caracola y unas gafas. O el fuego y el humo. No hay momento en que decaiga el interés, y tampoco hay un tono uniforme. A lo largo del libro surgen imprevistos y sorpresas, junto con aspectos reiterativos cuya densidad se torna más intensa.

De manera resumida, podríamos presentar así el arranque de El señor de las moscas: un grupo de unos treinta chicos —por lo general, de unos doce años, aunque también hay de seis años— aparece en una isla desierta del Océano Pacífico. Nada más que varones; ninguna chica. Asumimos que proceden de distintos colegios, y que viajaban en un avión accidentado. No quedan adultos. Sólo ellos. Muchos no se conocen entre sí. Da la impresión de que ha estallado la III Guerra Mundial, y de que luchan las democracias occidentales contra el bloque soviético. En todo caso, es algo muy lejano. Según avanza nuestra lectura, nos preguntamos si los náufragos son menores de edad, o son la condición humana en sí misma. Y la perturbadora presencia espectral del Señor de las Moscas nos interpela con mayor congoja: ¿somos nosotros, es nuestro demonio?

alianza editorial / 288 págs.

El señor de las moscas

William Golding

Hay cuatro personajes esenciales: Ralph, Jack, Piggy, Simon. El personaje más cuerdo, quizá más humano, es Piggy. No es su nombre real. Nadie lo sabe. Así lo llamaban en el colegio y así en la isla: «Cerdito». Es gordo. Y gafotas que no para de limpiarse los lentes. Y asmático. Y huérfano que vive con su protectora tía. Por naturaleza timorato, es el único que se hace cargo de la situación, y que entiende la necesidad de que vengan a rescatarlos. Sólo él procura enderezar y organizar la vida en esa comunidad que, a fin de cuentas, se siente con ganas de desfogarse y vivir de forma silvestre, bárbara, salvaje, prehistórica. Decir Piggy es decir «civilización, caracola, fuego». Pero también es Piggy el claro ejemplo de cómo la humanidad se basa en lo que el papa Francisco llama «los descartados». ¿Qué es la humanidad?

La condición que implica cuidar a los que el darwinismo condenaría. Lo paradójico es que, en Piggy, confluyen minusvalías y razón. Sin el incapacitado físico tampoco hay más que retorno al estado animal y crueldad sangrienta. El gordito es el más cabal, y el más empático; está abierto a comunicar con confianza sus debilidades. Cuando habla, escuchamos a un filósofo balbuciente: «Nadie sabe dónde estamos. Quizá supieran adónde íbamos, o quizá no. Pero no saben dónde estamos, porque nunca llegamos a ese sitio».

Originalmente publicada en 1954, El señor de las moscas es una de las novelas más importantes del siglo XX. Supone una evidente fábula sobre la condición humana y la sociedad. Sobre los miedos, y la lucha entre las pasiones y la superstición o el fanatismo —de un lado—, y la razón y la mesura —por otra parte. El libro, gracias a su feliz modo de concebirse, está abierto a muchos grados de interpretación y matices.

De esta manera, la condición de coro —de música sacra— del grupo que lidera Jack, y su transmutación en una suerte de dictadura militar, con arrebatos de violencia y crimen desde el primer momento, puede inquietar, en lo tocante al modo como se entiende la religión. Aunque, a juzgar por las convicciones de William Golding, no parece que así fuese. El autor entiende que el mal es el hombre que se aleja de Dios.

En todo caso, el coro lleva togas, bonetes y cruces al principio, pero las acaba cambiando por pinturas tribales y primitivas, lóbrega obediencia y cánticos homicidas. En la película de 1963 el coro se presenta, al comienzo, en solemne procesión y cantando… Kyrie, eleison («Señor, ten piedad»). Fuera de la civilización —el mundo adulto, en palabras de Piggy—, no hay piedad.