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Portada de «Gravedad cero» de Woody AllenAlianza Editorial

'Gravedad cero': todo lo que siempre quiso saber sobre la peligrosa locura de Woody Allen

El célebre director neoyorquino regresa al cuento con dieciocho piezas breves de humor absurdo y un magnífico relato largo de tintes autobiográficos

En uno de los cuentos de Gravedad cero (Alianza Editorial), el regreso de Woody Allen al género breve 15 años después de Pura anarquía, el narrador conduce por Manhattan de noche y a toda pastilla cuando una pila de periódicos levantada por el viento en la acera acaba depositando una página del New York Times en su parabrisas. En lugar de frenar o entrar en pánico, el protagonista inicial de esta pieza, Despertadme cuando acabe, queda embebido por la lectura de un anuncio de almohadas mientras maneja.

Muchos de estos relatos, dieciocho breves y uno largo, surgen como fantasías al hilo de noticias delirantes de la prensa o coyunturas de la actualidad que hacen al neoyorquino fabular situaciones descabelladas: por ejemplo, a partir de un recorte en The Times sobre las muertes por ataque de vacas a humanos en Estados Unidos (a razón de veinte por año), Allen plantea el desternillante plan homicida de un bóvido sobre un fatuo realizador de cine en su visita a la granja de unos amigos potentados.

alianza editorial / 256 págs.

Gravedad cero

Woody Allen

La presencia de protagonistas del mundo animal es palmaria en estos cuentos que se publicaron (ocho de ellos exactamente) en The New Yorker en los últimos años. Esta fijación animalesca no es nueva. Desde el arranque de Sin plumas (1975), una de sus colecciones más celebradas, ya se figuraba Allen a un loro convertido en subsecretario de Agricultura o una banda de castores que se adueña del Carnegie Hall para interpretar una ópera.

Las situaciones imaginadas por Allen en Gravedad cero son, sin duda, descacharrantes, ya sea la cita de una periodista joven con un trasunto de Warren Beatty (aquí linda Woody sin empacho con las tabúes del Hollywood reciente) o el encuentro de dos judíos convertidos al morir en langosta cuya suerte es servir de cena a Bernie Madoff. Allen apunta contra la vanidad, la lujuria, la estupidez, en especial del mundillo del cine y de Broadway. Su humor absurdo y surreal es claramente identificable y, en su filmografía, nos remite al primer Allen, el que va de Toma el dinero y corre a La última noche de Boris Grushenko.

Algunos de estos cuentos (que son realmente más sketches o viñetas que relatos) los traslada uno inmediatamente a imágenes que encajarían en El dormilón o Todo lo que siempre quiso saber sobre sexo pero temía preguntar. Los chistes son innegablemente allenianos, siempre jugando con claves de la baja y alta cultura, mezclándolos y agitándolos con sus clásicos ingredientes judíos, su obsesión por los nazis, el sexo, la muerte. En el mundo de Allen, un infarto de miocardio queda «registrado en el laboratorio oceanográfico de Tokio»; una comunidad de vecinos evalúa a un nuevo vecino «con la compasión del doctor Mengele» y a Meryl (se supone que Streep) le ofrecen un papel de Yasir Arafat.

Imposible no reírse, pero también imposible decir que en estas piezas breves está el mejor Allen. Escritos como a vuelapluma, a raptos de ingenio, entre la mini comedia de situación o el entremés, son disfrutables pero no siempre van más allá de la pura farsa. A menudo se agotan en el planteamiento, y no es poco si eso nos despierta la carcajada. Pero, desde luego, no es el mejor Allen, el de cuentos como El episodio Kugelmass o La puta de Mensa. A Gravedad cero le falta el aliento polemista y genuinamente contracultural de sus cuentos de los 70 y se echan de menos relatos que a la brillante exhibición verbosa del célebre judío neoyorquino unan también un guión, una historia elaborada y una reflexión nutritiva. Es posible incluso que el exceso de juegos de palabras y de nombres propios inventados (que pierde a veces sentido para el lector español), la astracanada constante de estas piezas, atore por momentos.

Sería un error, en ese caso, cerrar el libro y dejarlo en la estantería, porque el último cuento (este sí, cuento con todas las de la ley), que ocupa algo más de un cuarto del libro, titulado Crecer en Manhattan, es una auténtica maravilla. Después de 170 páginas de pirotecnia fallera, Allen se marca un relato de mimbres clásicos que, sin renunciar a su humor, trenza elementos autobiográficos con un poso reflexivo sobre las aspiraciones y la clase social. Scott Fitzgerald, que no en balde aparece mencionado, lo hubiera besado en la boca tras leer frases de este corte: «Manhattan simbolizaba un modo de vida, incluso aunque este tuviera lugar en Filadelfia, y él quería hacerlo suyo» o «Mis ilusiones proceden mayormente de la MGM –dijo él-. Todavía me aferro al sueño de que en algún lugar haya un ático con personas descorchando botellas de champagne y soltando frases deslumbrantes».

Es ya aquí, por regresar el asunto al cine, el loco guionista judío de los 70 al que nadie toma del todo en serio que, de golpe, conoce a Gordon Willis y se presenta ante el mundo con Annie Hall. Palabras mayores.