La 'China' de Blasco Ibáñez que se modernizaba, pero mantenía al emperador en el viejo Palacio
Lectura aconsejable para saber qué había y qué hay todavía en la mente de esos millones de personas que viven al otro lado de este planeta, y cuyas costumbres y mentalidad resultan tan diferentes de las europeas
El valenciano Blasco Ibáñez (1867–1928) fue un hombre de rasgos biográficos muy destacables. Republicano y anticlerical, a uno de hijos le puso el nombre de Sigfrido; a otros, Mario y Julio César; y a su hija la llamó Libertad. Publicó un largo número de obras de estilos y extensión muy diversa, entre las cuales destacan Cañas y barro, La barraca, Los cuatro jinetes del Apocalipsis, y Sangre y arena. Estas dos últimas se llevaron al cine en Estados Unidos, donde también trabajó como guionista. La novela Los cuatro jinetes del Apocalipsis fue el libro más vendido en aquel país en el año 1919. Tras la versión cinematográfica de 1921 —con Rodolfo Valentino de protagonista—, en 1962 se rodó otra, en color y con actores como Glenn Ford y Charles Boyer —si bien, en esta ocasión, se introducen algunas adaptaciones, como ambientar la trama en la II Guerra Mundial.
En 1923 inicia un viaje por diferentes países —Japón, Italia, China, la India, entre otros—, y la crónica de sus andanzas las publicará poco después en La vuelta al mundo de un novelista. El estilo de este dietario opta por una narración y descripción tendencialmente asépticas, pero repletas de gusto, adjetivación precisa y sugestiva. Lo que hoy podría llamarse periodismo literario, género que España practicó con excelentes frutos durante esa década y, al menos, las dos o tres siguientes.
En este caso, la editorial Gadir ofrece en pequeños volúmenes de formato bolsillo cuatro destinos. El de China nos traslada a un momento de la historia de este país que opera como un gozne entre dos eras casi antagónicas. En 1923 el gobierno que impera en la nación de Confucio es la república. Una república con fuertes tensiones internas, y que prolonga su debate existencial entre la identidad propia, el lugar del pasado y la realidad de un Occidente que lleva un siglo señoreando en Extremo Oriente. Militarismo, liberalismo, socialismo son sólo algunas de las nuevas y definitivas especias con que se salpimienta la China de la que saldrá Mao Zedong como único líder, tras décadas traumáticas.
gadir / 252 págs.
China
Blasco Ibáñez está con los ojos y los oídos bien abiertos. Recorre, en barco, en tren, en automóvil, un país que compendia más contrastes de los imaginables. Contrastes de temperamento, de clima, de olores y paisajes, de mentalidad, de asimilación con respecto a lo occidental.
Nos habla de cabarets y teatros, de comidas opulentas que recuerdan al Satiricón de Petronio. Pero también nos habla de la China más extraña, más supersticiosa, más arcaica, más incomprensible. Así, dedica un pasaje a relatar la deformación de los pies —una atrofia deliberada— que padecían —hasta hace una generación o dos— no pocas mujeres chinas. «Todos saben cómo se realiza esta tortura, obligando a las niñas a usar diminutos zapatos de metal que sólo abandonan cuando son mujeres. Los dedos se doblan y se anquilosan, quedando adheridos a las plantas de los pies, y estos no son al fin más que dos muñones dentro de un calzado que, por su forma redonda, se asemeja a las pezuñas de ciertos animales».
El novelista valenciano explica el presente que observa desde la historia, y proyecta un bosquejo de lo que es China, y de lo que son los chinos. Análisis que hoy sigue siendo certero. Sin duda, esta es una lectura aconsejable para saber qué hay en la mente de esos millones de personas que viven al otro lado de este planeta. Personas formadas en la creencia de la superioridad de su civilización, y que no olvidan que Europa, Japón y Estados Unidos humillaron su tierra durante más de una centuria. Porque, como dice el autor, «los sabios del país, herederos de cinco mil años de ciencia, le habían enseñado [a mi colega chino] que el Imperio de Enmedio ocupa el vértice de la tierra, mientras que la pobre Europa se mantiene agarrada con grandes esfuerzos a uno de sus lados». China es el centro del mundo.
Aquella China permitía una peculiar convivencia entre el presidente de la República y el jovenzuelo Pu–Yi —un manchú— que había pasado su infancia siendo emperador. Blasco Ibáñez, al adentrarse en la Ciudad Prohibida —vetada hasta 1911— nos refiere toda la complejidad de cuanto entonces era —y hoy continúa siendo— China: «Ahora los jardines imperiales están olvidados. La República no puede mantener un ejército de miles de jardineros, como lo hacían los Hijos del Cielo, derrochadores de tesoros. Pero, a pesar de su abandono creciente y la tristeza de las tardes invernales, aún ofrecen un aspecto de melancólica majestad».