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Portada de «El libro del fin del mundo» de José Antonio Fortea

'El libro del fin del mundo': una expedición científica a través del Océano Atlántico en una Edad Media que refuta la Leyenda Negra

Novela histórica de José Antonio Fortea que mezcla variedad de elementos y que se desarrolla entre bibliotecas de universidad y un barco que se dirige hacia Poniente para saber qué hay más allá del horizonte

Cada género literario cuenta con sus propias reglas; las más de las veces, implícitas. En este caso, la novela histórica se caracteriza por intentar lograr un punto intermedio entre una ficción —que el lector actual perciba, en algún sentido, cercana o comprensible— y un suficiente grado de honestidad en la búsqueda de rigor histórico. No es un libro académico, sino una narración en la cual el marco y contexto de siglo y lugar adquieren una especial relevancia; son casi un protagonista más.

Sin embargo, es larga la cantidad de obras que, usufructuando este género, acaban convirtiéndose en una especie de ensayo encubierto acerca de cuestiones de diverso orden. Pudiendo mentar libros tan dispares como El nombre de la rosa (Umberto Eco, 1980) o Los pilares de la tierra (Ken Follett, 1989), resulta obvio que un extenso número de novelas históricas traslada un juicio o un prejuicio acerca del periodo en que se ambientan.

En El libro del fin del mundo, el sacerdote José Antonio Fortea (Barbastro, 1968) se aleja de los temas que suele abordar en sus anteriores títulos, como el demonio, el exorcismo, el Infierno y el Apocalipsis. Y opta por la ficción, aunque traslada una considerable cantidad de consideraciones teológicas de boca de su protagonista, que habla en primera persona. Esta novela histórica desarrolla su trama en la primera mitad del siglo XIV. Y discurre de una manera muy distinta al tono más sólito: no es esta la Edad Media oscurantista, sucia e ignorante de la Leyenda Negra.

Al contrario, Fortea nos recrea una época rica en conocimientos en jabón y en bibliotecas, y también rica en caracteres, nacionalidades y temperamentos. Por eso pueden aparecer en sus páginas canciones goliardas —como la chisposa «In taberna quando sumus»— y también referencias a autores como Agustín de Hipona y Ovidio, o bien intelectuales de aquellos tiempos, como Leonardo Pisano.

La esfera de los libros / 552 págs.

El libro del fin del mundo

José Antonio Fortea

En este aspecto, hay bastantes detalles que sorprenden, y que, fruto de la visión omnisciente que tiene hoy el autor, no se sabe si deben tomarse como licencias literarias o como errores de documentación. Algunas pueden provocar la sonrisa en el lector, como la mención a los «bascos» en Terra Nova, el hydrogenum —denominación de finales del siglo XVIII—, o como cuando habla de Odiseo y la Odisea. A comienzos del siglo XIV en la Europa occidental, la obra homérica sólo se conoce en formas adaptadas e indirectas, si bien su influjo es notorio en casi toda la literatura del Medievo. Es cierto que Dante menciona a Ulises en su Divina Comedia, pero gracias a un conocimiento fragmentario y mediado —con versos bellísimos, y algún pasaje errado. El texto griego comenzará a traducirse muy poco después, de mano de Leoncio Pilato, Petrarca y Boccaccio. En todo caso, los occidentales hemos llamado al héroe homérico Ulises, y sólo Odiseo en generaciones recientes —la primera traducción castellana (siglo XVI) se titula Ulyxea, no Odisea. Cuando el lector llegue a la mitad de El libro del fin del mundo —o sea, a su extremo—, puede asumir hasta qué punto la imaginación tiene cabida suficiente como para admitir —e incluso necesitar— estas licencias. El empleo del lenguaje —a veces arcaizante, a veces moderno— o de las glosas y apostillas en los márgenes merece otros comentarios similares.

Lo que se relata en esta novela es un pretendido viaje a través del Atlántico (Mare Tenebrosum). Es una expedición científica que también supone una peregrinación intelectual, teológica, ascética, humana. Aquí es donde despliegan el autor y el protagonista todo el mensaje fundamental del libro, que, a su vez, se apoya en una serie de metáforas, como las arquitectónicas. Un mensaje sobre el que merece la pena reflexionar y que afecta al conocimiento, al sentido de la vida y a la virtud: «¡Cuántos extravíos han caído sobre el fruto de la mente de este pobre bibliotecario que fui!», exclama el narrador.