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Portada de «La violencia y lo sagrado» de René GirardAnagrama

50 años de 'La violencia y lo sagrado': la actualidad de un libro revelador

Medio siglo más tarde, las circunstancias de violencia que amenazan al mundo en Ucrania dotan de más relevancia si cabe a este estudio de René Girard sobre el origen del conflicto humano y los medios para domeñarlo

En 1972, al tiempo que el frenesí asesino de los mafiosos de El Padrino hacía su aparición en la gran pantalla, se publicaba en París el extraño libro de un pensador francés afincado en Estados Unidos. Era René Girard; y su creación, La violence et le sacré. Medio siglo más tarde, las circunstancias de violencia que amenazan al mundo en Ucrania dotan de más relevancia si cabe a este estudio sobre el origen del conflicto humano y los medios para domeñarlo.

En La violencia y lo sagrado, Girard trata de entender científicamente la religión como fenómeno intrínsecamente relacionado con la violencia y su control. Para el antropólogo galo, la religión emergió espontáneamente en la vida del hombre como medio para aplacar la violencia social desbocada, no como respuesta a un supuesto «más allá» divino. Según Girard, la función secreta de los mitos y los ritos antiguos era preservar, mediante el sacrificio de chivos expiatorios, el orden social amenazado por la violencia; el chivo sacrificado era divinizado posteriormente. Ciertamente, los conflictos animales, siempre frenados por los resortes de la biología, no llegan a poner en peligro la integridad de la especie. Por eso, los animales no tienen religión: porque no la necesitan. Sin embargo, el proceso evolutivo que desemboca en el ser humano está caracterizado por una mayor libertad respecto a las constricciones del instinto y lo somático. Este desapego de lo meramente animal supone más posibilidades de realización existencial, pero también implica la creación de un tipo violencia que es ajena al mundo natural: la venganza.

anagrama / 340 págs.

La violencia y lo sagrado

René Girard

La venganza podría ser definida como la «violencia sin presencia», es decir, la paz que una víctima identifica en el daño mismo que se le quiere devolver al enemigo mediante un ataque que le quite a él aquello que nos ha arrebatado a nosotros previamente, aun si no lo recuperamos. La venganza no aporta la presencia real de una ganancia objetiva. Este tipo de violencia ya no hace frente a un ataque recibido en presente; no es simple defensa propia ante una acción sufrida por la víctima, sino una nueva agresión, en diferido. La vendetta conlleva un cambio cualitativo respecto al conflicto animal, pues hace que la violencia, ahora sí, pueda acabar con la especie que la lleva a cabo. Esa «violencia sin presencia» que es la venganza posee una impronta netamente mimética, pues trata de imitar la agresión sufrida, pero no para contrarrestarla defensivamente sino para fabricar, mediante un golpe semejante al recibido, la paz que el ataque sufrido nos ha quitado. La mentira que nunca se detecta es que la revancha jamás engendra la paz, sino un conflicto todavía más virulento.

Toda la historia humana ha consistido en lidiar con la contención de la violencia mimética. En La violencia y lo sagrado, Girard señala: «existe un único problema: la violencia, y sólo hay una manera de resolverlo, el desplazamiento hacia fuera». Ese «fuera» es el «más allá» que la religión crea sacrificando chivos posteriormente considerados «dioses». El equilibrio existencial humano es precario: «el mínimo estallido de violencia puede provocar una escalada catastrófica». Esa escalada, en la guerra ruso-ucraniana, puede producirse por múltiples factores, como la lógica industrial imperante en la fabricación y distribución de armas modernas o la compleja red de alianzas territoriales heredadas del siglo XX. Esta interrelación de agentes geopolíticos supone que el ataque sufrido por un miembro reclama la actuación de todos y, correlativamente, que la venganza ejercida en respuesta será colectiva. En paralelo, también será colectiva la contraofensiva del enemigo. La política internacional es hoy día más mimética que nunca; la carencia de originalidad y las represalias inmediatas dominan universalmente. Todo es previsible; todo, salvo el calendario preciso de la potencial destrucción absoluta de los contendientes si un accidente fortuito o un incidente deliberado acontecen.

En 2014, comenzó un conflicto en la parte oriental de Ucrania, que no reconocía al gobierno de Kiev; desde febrero de 2022, el elemento añadido a esta contienda es la expansión de la guerra a todo el territorio nacional y, potencialmente, internacional, debido a la entrada de Rusia en escena. La verdad sobre quién es el agresor y quién es la víctima puede ser una y única; sin embargo, nadie se va a ver a sí mismo como agresor. Todos se consideran defensores en su fuero interno. También Putin, quien puede interpretar el intento de Kiev de reconquistar los territorios ucranianos anexionados por el Kremlin como una invasión intolerable de tierras rusas. Desde que comenzó la guerra total hace casi nueve meses, esa anexión a Rusia es el elemento novedoso más desestabilizador a nivel geopolítico. En efecto, rusos y ucranianos tienen un estatuto identitario-cultural poco diferenciable y, de hecho, han compartido un mismo marco estatal en diversos momentos históricos. Ahora, nuevamente, la anexión ha vuelto a remover la asignación territorial de unas poblaciones prácticamente idénticas culturalmente. Por ello, cuando las diferencias reales no son relevantes en el seno de un conflicto, solo mediante la violencia se pueden establecer límites de distinción identitaria que, en la realidad, tienen poca base objetiva. La guerra de Ucrania es, también, una guerra civil.

En relación con todo lo anterior, el profesor Wolfgang Palaver publicó recientemente su artículo Peace in Times of War (en Roczniki Kulturoznawcze), donde exponía que un pacifismo barato no es practicable en Ucrania, pero donde también subrayaba la necesidad de una modulación en el ejercicio de la violencia en tiempos de guerra. Se trata de cortar la expansión del conflicto para que no derive en «escalada a los extremos», concepto en el que Girard abunda en su última gran publicación, Achever Clausewitz (2007), que puede ser considerada la culminación de un estudio sistemático sobre el control de la violencia humana que hubo comenzado, justamente, con La violencia y lo sagrado treinta y cinco años atrás.

En la línea de Palaver, tanto Ángel Barahona como yo mismo hemos publicado recientemente en este diario varios artículos sobre la relevancia de la Teoría Mimética para el análisis de la contienda ruso-ucraniana. En este sentido, la actualidad de la contribución girardiana a las investigaciones científicas sobre resolución de conflictos es patente. Más en concreto, paradójicamente, la categoría de ‘paz’ puede interpretarse según un significado bélico que la aleje del mencionado pacifismo buenista, carente de realismo; esa ‘paz’ tampoco debe ser identificada sin matices con la postura evangélica de «poner la otra mejilla».

En este sentido, la ‘paz’ en el corazón de un conflicto al que nadie quiere renunciar no consistiría en un sacrificarse a sí mismo o abdicar de sus pretensiones legítimas, pero sí en delimitar la violencia que se va a ejercer y que, en consecuencia, se va a recibir también. Si lo que amenaza al ser humano es la violencia mimética, es decir, la venganza, hay que rediseñar los perfiles de esta «violencia sin presencia» para que no acabe con nosotros por acción o reacción del enemigo. La mímesis hará que, si unos contendientes reajustan sus marcos de reacción violenta limitando su alcance a la agresión presente, no a la no presente, automáticamente los otros procederán del mismo modo. La mímesis es infalible, tanto en un sentido como en otro.