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Portada de «Cualquier verano es un final» de Ray LorigaAlfaguara

'Cualquier verano es un final': la muerte breve de Ray Loriga

El escritor regresa tras sobrevivir a un tumor cerebral con una novela sobre la amistad y una reflexión en torno a la muerte en la mediana edad

Donde antes se alzaban sanatorios para tuberculosos y neurasténicos, hoy se erigen clínicas para la eutanasia o, si quiere, el «suicidio asistido». Suiza es, leo, la Meca del «turismo de la muerte». Europeos y suicidas pasivos de más allá convergen alrededor de los pueblos de postal, las montañas y los lagos que arrebataron a los poetas románticos, para, como escribió Robert Graves, decir adiós a todo eso.

A uno de esos lugares, al borde del Lago Constanza, acude Luiz. Aparentemente en la mediana edad (se le supone por encima de los 50 años), quiere acabar con su vida. Pero Yorick, la voz narrativa del nuevo libro de Ray Loriga, no lo cree o no quiere creerlo. En cualquier caso, quiere saber por qué. Yorick, como saben, es el bufón cuya calavera toma en sus manos Hamlet en su famoso parlamento: ser o no ser, etc… No es el único guiño escatológico: la clínica a la que acude Luiz se llama Omega. La muerte es, en apariencia (luego veremos que no solo) el asunto que se trae el autor entre manos.

Ray Loriga (Madrid, 1967) fue intervenido hace tres años de un tumor cerebral. Pasó días en el hospital y vio de cerca a la Parca. Le quedó un parche en un ojo de por vida. El escritor ha querido transferir algo de esa experiencia a Yorick, el protagonista de Cualquier verano es un final, un editor de libros ilustrados que ha ido a la muerte sin proponérselo: «Dos minutos de parada cardiorrespiratoria pueden parecer poca cosa, pero ya es mucho más tiempo del que han estado muertos la mayoría». La experiencia no es en absoluto mística para Yorick: antes bien, resalta con humor la banalidad, la facilidad incluso, de la muerte. Pero de ahí a ir en su busca, como su amigo Luiz, totalmente sano, hay un trecho. Y ese trecho es el que quiere cerrar este tipo.

Por más que pueda parecerlo, Cualquier verano es un final no es una novela de tono elegíaco sino todo lo contrario. Tampoco es un libro sobre la muerte, como decimos, sino más aún sobre la amistad. A través de esa indagación de Yorick sobre los motivos de Luiz para «eutanasiarse» (una investigación que nos lleva de Madrid a Nueva York, de Lisboa a República Dominicana), Loriga narra la forja y el devenir de una amistad con componentes amorosos, de la devoción y casi el deseo de canibalización del otro. Porque Yorick inventa a su amigo a imagen y semejanza de lo que él considera ideal, lo eleva a super-yo e incluso parece sentir por él algo de esa necesidad de Tom Ripley de vestirse como su amigo-amante, de poseer su barco y su mujer.

alfaguara / 248 págs.

Cualquier verano es un final

Las páginas que dedica Loriga a la descripción de esta amistad y del objeto de la misma, el extravagante pero encantador Luiz, son lo mejor de Cualquier verano es un final. Páginas netas de amor, no homosexual, no abiertamente físico, pero sí entrañado. Ese tipo de amistad que ha sido, frente al amor, un problema para los pensadores de todo tiempo y, a la vez, una alternativa al engorroso amor heterosexual. Yorick habla de «los pies tan delicados como sus manos» de Luiz, lo recuerda por las calles de Lisboa abriéndose paso «con su sonrisa como único machete». Con él duerme en las playas, amanece en un andamio, mata el tiempo sin ansia y sin propósito. Con Luiz el amor es mejor que el amor. A él lo espía, lo mira vivir, de lejos y de cerca, lo ama y lo envidia porque, entre otras cosas, le ha levantado a la chica que le gustaba, Alma, la tercera en discordia para un trío que está más bosquejado que otra cosa.

Quizás, pienso, una vez que Loriga ha decidido no entrar hasta el fondo en la cuestión de la muerte, la eutanasia y las clínicas suizas, derrotero que podría haber tomado sin duda, resulta un poco fútil que el autor arme esta coartada para dar rodeos en torno a una amistad. Así, Cualquier verano es un final no se concreta del todo y a veces se pierde en lo extravagante de ciertas situaciones y se deja deslizar, resbalar, por las cosas como si a Loriga le diera miedo que alguien pensara que habla en serio, que quiere pontificar sobre lo que sea.

Seguramente, el autor está empañado en que veamos la parte banal del todo y asumamos que lo mejor es dejarse llevar entre las cosas que nos gustan: las ciudades, los bares, las horas perdidas o ganadas con los otros. Está bien.