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Portada de «Los músicos de Stalin» de Pedro González MiraBerenice

'Los músicos de Stalin': la propaganda, la música y la vida

La historia de la música rusa, como la del propio país, está hecha de retales. Pedro González Mira nos acerca a la biografía de una treintena de compositores que se movieron entre los intereses políticos, la belleza estética y los peligros de la vida bajo el totalitarismo

La música forma parte constitutiva de lo que somos como especie. Es complicado resumir en pocas palabras el placer estético que nos produce, aunque también haya testimonios como el inclasificable y genial Vladimir Nabokov, que lo niega. Como explicó en sus memorias, siempre se aburría con esa «sucesión arbitraria de sonidos más o menos irritantes. En determinadas circunstancias emocionales, llego a soportar los espasmos de un buen violín, pero los conciertos de piano, así como todos los instrumentos de viento, me aburren en dosis pequeñas y me desuellan vivo en las mayores». Dejando de lado la bufonada del escritor ruso, y salvo algunos trastornos ocasionados por la amusia - como nos descubrió Oliver Sacks en su recomendable Musicofilia. Relatos de la música y el cerebro (Anagrama)-, los humanos no podemos vivir sin la música. Porque, ante todo, cualquier melodía se dirige a las entrañas y despierta en nosotros sensaciones y emociones que nos transforman.

berenice / 384 págs.

Los músicos de Stail

Pedro González Mira

El título de esta obra puede llevar a engaño, aunque el subtítulo aclara que este ensayo va mucho más allá de los años de Stalin. Pedro González Mira, que recibió en 1984 el Premio Nacional de Crítica Discográfica, ha escrito una biografía colectiva de la música rusa en el último siglo a partir de las biografías de una treintena de sus músicos. Los hay más conocidos y los hay menos, así que hasta el más entendido podrá descubrir algún que otro autor del que no ha podido disfrutar. Después de obras como Eso no estaba en mi libro de la Historia de la Música (2018) o Eso no estaba en mi libro de historia de la ópera (2020), este veterano crítico musical vuelve a la carga con otro ensayo en el que demuestra su capacidad de síntesis y de entrelazar historias para entender el pasado. Como queda claro tras la lectura de estas páginas, la música no se puede escuchar desprendida del contexto en el que fue creada. Por esta razón, no estaría de más acompañar esta lectura con las melodías de sus protagonistas de fondo como hilo.

La historia de la música rusa, como la del propio país, está hecha de retales. Las diferentes cortes desde el siglo XVIII quisieron imitar las modas europeas, especialmente las de origen italiano. Algunos compositores occidentalistas fueron simples imitadores y otros se convirtieron, como Piotr Chaikovski, en luminarias a nivel internacional. En este contexto, los grandes damnificados fueron el folklore tradicional y los himnos ortodoxos. A finales del siglo XIX, un grupo de nacionalistas quiso cambiar el rumbo musical del país de los zares. Entre ellos, destaca un Mijaíl Glinka, con más intención que conocimiento, o el grupo de los Cinco, que se encargaron de inventarse una tradición nacional. La revolución lo transformó todo. Se potenció la música como una herramienta de propaganda del ideal obrero contra la perversión burguesa. La música tenía que servir a la causa comunista, lo que rebajó la calidad de las composiciones. Y, además, había que crear un público nuevo que respondiera con entusiasmo a la nueva realidad cultural. Los largos de Stalin fueron el testimonio más dramático de este proceso.

Mirando hacia la Unión Soviética de Stalin y la Alemania nazi, el historiador Alex Ross señaló en Ruido eterno: escuchar al siglo XX a través de su música (Seix Barral) que esta época fue la fase «más depravada y trágica de la música del siglo XX» por radical politización del arte para el servicio de los intereses totalitarios. La frase puede resultar dura, pero González Mira nos demuestra cómo los propagandistas del régimen soviético quisieron utilizar a la música y a los mejores músicos rusos del momento para construir el paraíso comunismo. Los divergentes perfiles de Serguéi Prokófiev, que se marchó para volver, y Dmitri Shostakóvich, que nunca llegó a emigrar, son el testimonio de ese imposible equilibrio en el alambre. A veces fueron obligados por el régimen a escribir partituras que alimentasen el relato del poder. Otras lograron alcanzar una libertad que estuvo a punto de costarles la vida. En ocasiones, sus propios comportamientos dejaban que desear. Pero, como descubrimos al afinar el oído, cuando más autónomos fueron más cerca estuvieron de la belleza que, en el fondo, es sinónimo de la verdad. Y quizá eso era lo que necesitaba el mundo en las tinieblas avivadas por Stalin.