60 aniversario del fallecimiento de C. S. Lewis
'Los cuatro amores': para ordenar y entender nuestros afectos
Una de las obras más oportunas y agudas C. S. Lewis. Siendo miembro de la Iglesia de Inglaterra, se halla tan próximo a lo católico que muchos creen que lo fue
A finales de este año se cumplen seis décadas de la muerte de C. S. Lewis en su casa de Oxford, justo el mismo día en que J. F. Kennedy fue acribillado en Dallas. Había nacido en la irlandesa Belfast en 1898, donde transcurrió su infancia hasta el fallecimiento de su madre, cuando él tenía nueve años. En ese momento, su padre lo trasladó a un colegio en Inglaterra —acusado contraste cultural—, país en el que residiría —con alguna etapa de regreso a Irlanda— durante el resto de su vida. Siendo adolescente perdió la fe, y tras un largo recorrido, henchido de intensas experiencias —como la I Guerra Mundial; luchó en las trincheras del frente occidental y resultó herido—, recobró la confianza en Dios y acabó retornando a la Iglesia de Inglaterra.
Son relevantes para su conversión los respectivos influjos de Tolkien —otro joven veterano de la guerra en Francia, y otro niño que había nacido lejos de Inglaterra, muy lejos— y de Chesterton. Sin embargo, y aunque muchas veces se define a Lewis como católico —así figura en la contraportada de alguna de las ediciones de Una pena en observación publicada en Anagrama, con traducción de Carmen Martín Gaite— no hay constancia de esta filiación, por mucho que sus escritos puedan ser, en un 95% o 99%, catalogados como católicos. En todo caso, la confluencia entre High Church y catolicismo que representa Lewis constituye un palmario caso de fructífera actitud genuinamente cristiana, intelectual y vital, y, por tanto, ecuménica.
Hombre de Cambridge y de Oxford, su carácter difiere de manera notable del impetuoso Chesterton. Lo cual no implicó, desde luego, lejanía personal entre estos dos colosos del pensamiento cristiano e inglés, pero sí quizá entre sus respectivos lectores. Los lectores de Lewis suelen tener una visión más reposada, menos caleidoscópica podría decirse. Menos contundente, menos atenta a lo que sucede hoy, menos periodística. Algo evidente en Los cuatro amores (1960)—en cuyas páginas aparece citado Chesterton—, libro que, precisamente debido a esta perspectiva, resulta muy actual.
En este libro se habla de nacionalismo y patriotismo, del amor a los animales y al paisaje, incluso de homosexualidad, y, por su modo de analizar los distintos tipos de amor, se antoja un anticipo del Deus caritas est de Benedicto XVI. Los cuatro amores se divide en seis capítulos, los dos primeros de tipo introductorio y de enorme agudeza. Lewis cita a varios autores, desde el evangelista Juan o Kempis (Imitación de Cristo) hasta Kipling, pero sólo cuando resulta necesario. El estilo es terso, sin retoricismos y repleto de una sabiduría humilde y cercana, vibrante pero no exaltada.
rialp / 188 págs.
Los cuatro amores
En los primeros capítulos, Lewis nos aclara que el amor requiere de necesidad, si bien luego conduce a la entrega y a la admiración. Señala que hacia lo alto se asciende desde lo bajo, lo inferior. Por eso, aunque el amor óptimo consista en decir: «¡Qué fantástico es este vino, qué fresca es esta agua!», muchas veces requiere de pasos más toscos e iniciales como: «¡Cuánta sed tenía!».
Algo similar nos había dicho Pablo Neruda en 1924 en sus Veinte poemas de amor y una canción desesperada: «[Yo] era la sed y el hambre, y tú fuiste la fruta». Lo cual lleva a Lewis a explicarnos que él no es irlandés, sino inglés —británico se le antoja un gentilicio extraño que sólo emplean los foráneos—, y que ser inglés —o de cualquier otra nacionalidad— no es más que amor por lo cercano, las costumbres, la cerveza, las fogatas al aire libre, lo castizo y lo dialectal. Su análisis sobre el amor a la patria y los excesos de la identidad es tan sencillo como brillante y profundo. Critica los horrores cometidos por su país, y, anticipándose a Juan Pablo II, invita a reflexionar y pedir perdón por los horrores que el cristianismo ha cometido a lo largo de su historia.
Los cuatro restantes capítulos suponen el meollo del libro. Son los cuatro amores, que Lewis disecciona a partir de términos griegos para el afecto, como storgé (cariño familiar), philía (amistad), eros (amor pasional), y el inglés Charity (del latín caritas, con reminiscencias del griego kharis), que sería el griego cristiano agápe, o amor de Dios.
Por mucho que el libro estuviera escrito en 1960, su perspicacia no es sólo atemporal —y se nota en un conocimiento portentoso de la historia—, sino que incide en muchos de los problemas civilizatorios que atravesamos, por mucho que pensemos que lo woke y las teorías de género son un invento de ayer.
El criterio que aporta Lewis nos ayuda a distinguir muy bien entre nuestros distintos tipos de afecto, ahondar en ellos, ordenarlos, dotarlos de sentido y, sobre todo, aspirar a una armonía cuyo culmen y cimiento es Dios en su incondicionalidad, y en la carnalidad de Cristo. Dicho lo cual, este capítulo dejará claro, para los lectores más agudos, que Lewis no era católico; y quienes dispongan de la traducción de Pedro Antonio Urbina en Rialp verán alguna pista en sus puntuales anotaciones. Aquí anotamos otra: en realidad, Lewis no emplea el término griego agápe.