'Es necesario castigo': el duque de Alba, los Países Bajos y el año del Señor de 1568
A través de un estudio juicioso y objetivo, Àlex Claramunt ofrece una aportación sintética y de gran calado acerca del gobierno de Fernando Álvarez de Toledo, III duque de Alba, en Flandes y la subsiguiente revuelta
El 20 de agosto de 1566, cinco días después de que se celebrara la fiesta de la Asunción de Santa María Virgen, la Catedral de Nuestra Señora, en Amberes, fue asaltada por una muchedumbre que procedió a la destrucción de cuantas imágenes de culto encontró en el templo. Fue el íncipit de lo que se denominó en lengua neerlandesa Beeldenstorm («Tormenta de las Imágenes»), conocida también como Furia iconoclasta, un acontecimiento acaecido en los Países Bajos en poder de los Habsburgo en el que grupos protestantes, destacando a los calvinistas, llevaron a cabo destrucciones de imágenes religiosas estrechamente relacionadas con la fe católica.
En algunos casos, estos tumultos fueron espontáneos y carentes de organización, pero en otros las acciones medidas y el amparo de los tumultuosos por tropas armadas señalaron a miembros prominentes de las principales ciudades neerlandesas como La Haya o Leiden. En lugares como Briel o la isla de Voorne fueron, de hecho, nobles significados públicamente con el protestantismo los que se encontraban detrás de estos sucesos. La difícil situación exigía un cambio drástico en el gobierno de los Países Bajos, por lo que Felipe II decidió sustituir en el mismo a su hermana natural Margarita de Parma por uno de los nobles y militares más importantes al servicio de la Monarquía Hispánica: Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, III duque de Alba. Daba así comienzo un periodo fundamental tanto para el devenir histórico de los Países Bajos como para el de la Monarquía Hispánica.
La gran importancia que reviste este episodio hace que volúmenes como el que se presenta a continuación, con el sugerente título Es necesario castigo. El duque de Alba y la revuelta de Flandes (Desperta Ferro, 2023), a cargo de Àlex Claramunt Soto, director de la revista Desperta Ferro Historia Moderna, deban ser siempre bienvenidos en el ámbito editorial nacional e internacional. Nos encontramos –y esto no es baladí– ante un estudio crítico y objetivo sobre las acciones de gobierno del de Alba, un personaje muy maltratado por las escuelas historiográficas holandesa y española, que lo han demonizado o exaltado, respectivamente. Y lo mismo ocurre con los oponentes, los rebeldes neerlandeses, capitaneados por los llamados «mendigos del mar» (watergeuzen) y el príncipe de Orange, Guillermo de Nassau.
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Es necesario castigo
Como decimos, se trata de un análisis desapasionado, honesto y que únicamente en los datos encuentra su apoyo, datos como los presentes en los informes, correspondencias, actas de los Estados (las asambleas estamentales propias del Antiguo Régimen), quejas formales, crónicas de todo tipo, escritos privados, hojas de cuentas y un largo etcétera. Claramunt arroja mediante su libro una idea muy clara al lector: en la historia de calidad no hay simplificación posible, de buenos y malos, solo hay hechos, desencadenados por personas que se guían por ideas y circunstancias concretas. Las primeras adquiridas a lo largo de mucho tiempo; las segundas sobrevenidas circunstancialmente, que obligan a actuar sin demora y sin mucha reflexión en la mayoría de las ocasiones.
Así, Claramunt ofrece un amplio espectro de las causas que se barajan para el origen de la revuelta en Flandes, señalando algunas de gran importancia como la crisis económica y productiva, la dura situación climática –destacando el especialmente gélido invierno de 1570-1571, aquel en el que «los ancianos no recordaban haber visto tanta nieve en estos países», según escribió el patricio gantés Philip van Campene en su diario–, así como las desastrosas inundaciones que tuvieron lugar en las décadas de los 60 y 70 del siglo XVI, con especial mención de la gran inundación de Todos los Santos de 1570. Este desastre natural, que destruyó una parte importante de los diques y pólderes de Holanda y Frisia, tuvo lugar en el peor momento posible: el intento de implantación por parte del duque de Alba de nuevos impuestos, especialmente el Vigésimo dinero y el Décimo dinero. Tampoco tuvo poca importancia el acantonamiento de tropas españolas en las urbes que más levantiscas se habían mostrado durante y tras la Beeldenstorm. Aun así, casi más que la cuestión religiosa, a la que acertadamente Claramunt da una importancia limitada, fue la cuestión de la soberanía económica lo que terminó de soliviantar a la población flamenca contra Alba. De forma similar, y casi profética, a lo sucedido dos siglos en Francia, las causas socioeconómicas fueron las que prendieron la mecha del levantamiento.
Pero existe una causa más, muchas veces obviada o apenas comentada, que Claramunt tiene el gran acierto de subrayar: la tradición de pensamiento político del que Alba era heredero. En enero de 1568, casi medio año después de llegar a Bruselas, el duque de Alba escribió a Felipe II: «si V. M. mira bien lo que hay que hacer, verá que es plantar un mundo nuevo, y ojalá fuera plantarlo de nuevo, porque quitar costumbres envejecidas en gente tan libre como esta ha sido siempre y es materia trabajosa». En otras palabras, que las formas de gobiernos tradicionales de los Países Bajos chocaban con la concepción de soberanía que tenía el de Alba. «Para él –señala Claramunt–, la ley emanaba no de los Estados y las asambleas, sino del rey. […] El duque, al igual que otros gobernantes y pensadores políticos de la época, era partidario de la ampliación y consolidación del poder regio en aras de garantizar el buen gobierno». Sensatas afirmaciones como esta aportan constantes soplos de aire fresco y nuevo a la investigación sobre el gobierno de Alba en los Países Bajos, y conforman una estudio de obligada consulta a partir de ahora.