'El paraíso a pinceladas': un paseo pictórico por la belleza de los jardines
Los jardines se convierten en protagonistas de las pinturas bajo la mirada de Eduardo Barba, experto botánico que nos invita a conocer distintas especies, a perdernos entre los vergeles que describe como mundos llenos de vida y de belleza
Una atenta observación de la realidad provoca nuestro asombro ante la belleza de las flores o la serena extensión de los campos de hierba. Pero, en ocasiones, cuando contemplamos las escenografías vegetales de las pinturas nos detenemos ante su rica policromía, ante sus trazos o el tratamiento lumínico cambiante. De la mano de un jardinero como Eduardo Barba, el horizonte de la mirada se abre, los personajes pasan a un segundo término, dejando emerger paisajes en los que la mano del hombre se funde con la naturaleza salvaje.
En este encuentro se despiertan nuestros sentidos introduciéndonos en un universo de plantas y flores pintados como microcosmos diferenciados, como signo de identidad de cada una de las obras escogidas cuidadosamente por el autor. Y entre éstas, un relieve pétreo, especialmente significativo por transportarnos a la Mesopotamia del siglo VII a. C., donde el jardín se tiñe de carácter triunfal ante la sangre enemiga o las cabezas de los contrincantes como trofeos colgados de los pinos. Un jardín donde descansa Asurbanipal rodeado de pinos, parras y nenúfares convertidos en emblema de su realeza. Los mismos nenúfares que brotaban del estanque de la casa de Monet en Giverny, para su propio deleite, a finales del siglo XIX, y para quienes hoy visitamos este idílico lugar. Así, Eduardo Barba nos va desvelando un sinfín de matices en amplias praderas, huertos, villas romanas, invernaderos, o hasta campos del inframundo propios de las tumbas egipcias del siglo XIII a. C.
espasa / 208 págs.
El paraíso a pinceladas
Conocimiento de lo real y conocimiento de lo simbólico, como advierte nuestro paisajista al llevarnos al hortus conclusus de la Virgen mediante una tabla renana del siglo XV en la que crecen manzanos, peonías, violetas… que evocan a la vez el paraíso perdido y la pureza de María. O los cipreses de Rusiñol, que, con su elegante altura, nos hablan de eternidad y hospitalidad. No se trata de meras curiosidades, sino de detalles capaces de llevarnos a culturas y contextos diferenciados, como el del príncipe persa Humay en su soñado encuentro con la princesa Humayun en un bellísimo jardín iluminado por la luna y repleto de árboles frutales y flores que propician el amor. El autor va desgranando las distintas especies, aportando también su denominación latina, por si el lector quiere adentrarse en el estudio de cada una en mayor medida. En este sentido, es de agradecer por los profanos en la materia el anexo de dibujos botánicos, dispuestos además por orden de aparición en los distintos capítulos del libro.
En esta misma línea, es muy interesante el índice de plantas, ya que permite cotejar y comparar el tratamiento de una misma especie a partir de diferentes técnicas y soportes u obedeciendo a los intereses de cada autor. Partiendo de los jardines, Eduardo Barba también desvela otros aspectos, entre los que podríamos citar por su atractivo: el estudio lumínico de Velázquez en sus reinterpretaciones de los jardines de la Villa Médicis, con pinceladas desechas que adelantan la modernidad; la afición de Sorolla por la jardinería y su deseo de emular en su propia casa los exteriores del Real Alcázar de Sevilla o el Generalife de la Alhambra, recreado a su vez por los pinceles de Ludwing Hans Fischer en 1885, recordando como albercas y estanques se convierten en espejos de la arquitectura. Y es que en la selección de las pinturas el autor muestra cómo a la belleza visual de las plantas se suma el susurro del agua, el canto de los pájaros o el movimiento de las hojas por el viento para crear espacios únicos y placenteros.
La minuciosidad de los pintores es equiparable a la del autor de este libro, cuyo propósito no es el análisis técnico de las obras, sino el descubrimiento de un universo de plantas, con los cuidados específicos que requieren, sus propiedades medicinales o su valor como alimento para el hombre, como capta Frederick Walker en su huerto de coles (1870). De esta forma Eduardo Barba reclama al espectador una observación atenta y minuciosa de cada manifestación artística, en un mundo donde parece que las imágenes se valoran ante todo por su inmediatez. Podríamos decir que el autor realiza un verdadero herbario pintado capaz de deleitar al entendido en botánica y de despertar una mayor curiosidad entre los amantes de la pintura.