'Poesía para vencer la muerte': melodías sobre el final
Rafael Rodríguez-Ponga reúne a más de cien autores para convertir el duelo en belleza
¿Cómo encontrar palabras justas para un duelo? Gracias a Rafael Rodríguez-Ponga puede entregarse esta elocuente antología a quien las necesite. Desde los versos desolados por la incomprensión ante la pérdida de seres queridos, hasta los de la esperanza en un Creador que da una vida nueva y cuyo corazón humano comparte esos sentimientos de Rodríguez Olaizola ( pág. 332-334); desde la incertidumbre del final propio y la «plegaria de la buena muerte» de Luis Alberto de Cuenca (pág. 133), el miedo a morir desprevenido de Luisa Castro (pág. 83) o la suma de miedos de Caballero Bonald (pág. 110), hasta la confianza en ir llenándose de Dios mientras llega el momento de soltar los hilos terrenales, de Jiménez Martos (pág. 362) o de Manuel Alvar (pág. 135).
También se recogen pensamientos sobre el signo de la resurrección impreso en aquel Thalita qumi, recreado desde la perspectiva de la persona privilegiada a quien Jesús dirigió tales palabras. El lector puede reflexionar sobre la vida y la muerte y el consabido destino humano gracias, entre otros, a Salvador Rosa, López de Ceráin o Jaime Alejandre. Puede ahondar con la visión de los cuerpos, ataúdes y su lugar en los cementerios de Alfonso Albalá y sus preguntas sobre el otro mundo, en parte similares a las de Van-Halen, y darse cuenta de que se entrará muerto donde no pudo entrarse vivo.
Pigmalión / 410 págs.
Poesía para vencer la muerte
No falta la expresión de diferentes emociones causadas por la muerte de los seres amados, como en los versos de Fernández de Córdoba (págs. 125-126), el recurso de recuperar personajes homéricos para expresar algunas de ellas, de Pérez Zúñiga (págs. 113-114), el rebelarse contra quienes exigen sobreponerse a una muerte antes de tiempo, por parte de Rosa (pág. 63), o la unión consumada entre Almudena Grandes y García Montero durante la última enfermedad de aquella, porque «nunca tuvimos fe / pero teníamos palabras / para darnos las gracias, para decir adiós» (pág. 103).
Otros versos se detienen en motivos como las dificultades para evocar la figura amada, con Juaristi (págs. 105-106); la desaparición progresiva del Alzhéimer o las demencias de la edad, con Juan Vicente Piqueras (págs. 95-96) o Van-Halen (pág. 129)… y los páramos de Martínez Mesanza (pág. 75-79).
Entre unos y otros, sobresale la solidaria compañía ante el dolor ajeno, aun con la conciencia de no poder sentirlo igual, de Hernando de Larramendi (págs. 85-86). Y, entre todo, lo terapéutico de la escritura, el poder de la palabra en la superación del dolor, como indica Campo-Alange (pág. 142). En este sentido inician la serie los poemas de Beatriz Hernanz, quien, con una elegía, acertó a acompañar al antólogo y a aliviarle en su duelo particular (págs. 55-60). A este género responde también A nuestra madre amada de Pedro Rodríguez-Ponga (pág. 145).
La antología de Rodríguez-Ponga refleja virtudes extraordinarias
Muchos de estos motivos han sido objeto de composiciones a lo largo de la historia literaria, pero el editor ha preferido no seleccionar para este volumen más clásicos que a Jorge Manrique y sus famosas coplas, el salmo que Jesús recordó en la Cruz y el himno universitario Gaudeamus igitur, cuya alegre melodía se combina irónicamente con las alusiones al paso del tiempo y la muerte: el rector de la Universidad Abat Oliba CEU ha preferido compartir y comentar versos de poetas más cercanos, casi todos aún en activo. En su vida familiar y en su trayectoria académica, en sus puestos en distintos ministerios y en los cargos culturales ostentados, ha ido sumando amigos entre los escritores más o menos famosos, más o menos laureados, pero no menospreciados por él los menos reconocidos, señal clara de sus gustos, de su sensibilidad y de su humanidad. A los libros de unos y otros reconoce haber recurrido ante la necesidad de sobreponerse a una pena que ennoblece a todo hombre, la sufrida intensamente por la pérdida de su mujer. Así, la antología refleja virtudes extraordinarias: la generosidad de saber leer, escuchar y valorar lo mejor de la creación ajena, y la humildad de aceptar el consuelo brindado y de reconocerlo con gratitud.
No cabe disociar el conocimiento filológico y el gusto personal del compilador. El objetivo de centrarse en la muerte como tema literario y de seleccionar composiciones alusivas desde perspectivas únicas, particulares y de calidad le han permitido ampliar los listados de vates más repetidos en otras recopilaciones. Por eso este volumen supone una interesantísima fuente para descubrir autores y libros, tanto a los curiosos interesados en seguir leyendo como también a los investigadores. El ensayo introductorio, amplio y sugerente, justifica lo personal del asunto del libro, pero, además, a propósito de cada poeta el editor menciona someramente algunas de las claves para comprender la inclusión de aquel en el volumen. Son palabras que combinan las fórmulas de las presentaciones orales y presenciales de amigos con las académicas. Sirven de base para entender la perspectiva y configuración de los respectivos poemas, adentran en el mundo literario de sus autores de modo semejante a como se capta al estrechar sus manos.
Rodríguez-Ponga ha estructurado su trabajo partiendo de los «salvavidas y cervantinos», esto es, poetas con los que ha compartido tiempo y espacio en el Instituto Cervantes de Madrid y que le ayudaron con sus obras en los momentos más difíciles de la viudez. Todos se encuentran también en la primera línea de la vida cultural española de los últimos cuarenta años. En «Los allegados y condiscípulos» asoma otra dimensión de las relaciones del antólogo con numerosos autores bien de probada celebridad, y asimismo en los «transmarinos», conocidos a raíz de los diferentes destinos profesionales. Los «terrantrañables» extremeños y catalanes marcan una actitud vital y social: una magnánima apertura a todos aquellos con quienes ha visto como una suerte el coincidir. Entre los «caleidoscópicos» reúne a aquellos que juzga poco encasillables en los grupos anteriores y, después de los clásicos citados anteriormente, presenta a los «incógnitos»… en realidad uno solo, un familiar suyo llamado Rafael Lafitte… porque la antología no quiere concluirse: unas páginas en blanco invitan al lector a incorporar en ellas más nombres, más versos.