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Portada de «Romeo y Julieta» de William ShakespeareAlianza Editorial

'Romeo y Julieta': la rápida y fatal historia de pasión adolescente que se ha convertido en arquetipo del amor

Diálogos excelsos y variados en que se muestran contrastes que van desde lo frívolo y procaz de algunos personajes secundarios hasta la delicadeza que duda entre la ingenuidad y la osadía del erotismo prístino y germinal

Tenía en torno a 28 años Shakespeare (1564–1616) cuando pergeñó esta obra, su primera tragedia. Un lustro después —en 1597— se publicó el libreto, aunque, a lo largo de sucesivas ediciones, iría tomando su configuración más o menos definitiva (1623). Antes de Romeo y Julieta —o al mismo tiempo que le iba dando forma—, Shakespeare había escrito tres comedias: una ambientada en Verona —y con notable influencia de la literatura española del momento, y más en concreto de la Diana de Jorge de Montemayor—, otra abiertamente de amor, y la primera de todas se antoja un remedo de una pieza de Plauto, aunque quizá a través de adaptaciones o versiones en idiomas modernos. Estos aspectos —la asimilación de modelos y temas previos desde la Antigüedad, su mezcla de modernidad y épocas arcaicas, de comedia y de drama con desenlace fatal— son algunos de los que definen la tragedia de los jovenzuelos Montesco y Capuleto.

El tema de Romeo y Julieta parece que cuenta con antecedentes —en mayor o menor grado— como el mito clásico de Píramo y Tisbe —narrado por Higinio y por Ovidio—, la narración de Plutarco sobre los amores de Cleopatra y Marco Antonio, la novela griega Anthia y Habrócomes (siglo II), y, de manera especial, varios relatos que arrancan desde una tradición de comienzos del siglo XIV en Verona, y en cuya estela de versiones destacan el napolitano Masuccio de Salerna (1476), Luigi da Porto (novela escrita en 1524, publicada póstuma en torno a 1531) o el monje Mateo Bandello (1554). Estos libros, volcados al francés y luego al inglés, es de suponer que inspiraron la tragedia de Shakespeare, pues contienen ya todos los ingredientes, personajes, trama, escenario.

alianza editorial / 192 págs.

Romeo y Julieta

William Shakespeare

La sinopsis de Romeo y Julieta suele despacharse como el amor de dos jóvenes que pertenecen a familias enemistadas. Un amor de enorme e inspiradora intensidad, y que, en su funesta y rauda consumación, está repleto de patetismo y de una emotividad que supone el arquetipo de toda pasión y delicado erotismo. A ello se une el talento de Shakespeare, cuyos parlamentos son ricos, fluidos, henchidos de gracejo y con ese sabor de la primera vez que se dicen las cosas fundamentales. La belleza del verso, la aguda y ágil asimilación de legados, la diversidad de voces y la ponderada solemnidad cuando es necesaria, suponen algunos de los rasgos del teatro de Shakespeare. Un teatro en que cada personaje —villano o héroe, según nuestra visión quizá reduccionista— se nos antoja admirable por su modo de hablar. Ahí Casio, cuando dice: «El error, querido Bruto, no se halla en nuestras estrellas, sino en nosotros mismos» (Julio César, I.2:231), o cuando el traidor a Roma se presenta a su antiguo enemigo: «Mi nombre es Cayo Marcio, quien ha infligido a ti, de manera particular, y a todos los volscos grande daño y quebranto» (Coriolano, IV.5:2830ss).

En Romeo y Julieta es fácil distinguir el modo de expresarse —y el carácter— de cada personaje, lo cual dota, por ejemplo, a Mercucio de una idiosincrasia muy vivaz —es uno de los personajes que habla en ocasiones con cierta procacidad y no puede dejar los juegos de palabras ni al afrontar la muerte. Porque el contraste, la sugerencia y la variedad son esenciales en esta tragedia con pasajes cómicos, según el caso, o de drama que suscita entusiasmo.

El diálogo, que comienza como monólogo, entre los amantes en la escena del balcón, o el modo como ellos se conocen en la fiesta —Romeo se ha «colado» en esa fiesta—, son un portento: hay delicadeza, ardoroso atrevimiento, mezcla de inocencia y descaro, con ribetes de reutilización frívola y erótica de motivos religiosos, algo asentado en el lenguaje poético desde hacía generaciones.

No debe leerse o escucharse esta obra de teatro sin tener en consideración todas las evoluciones de la poesía amorosa desde la cortesía tardomedieval hasta los moldes renacentistas. Es más: habría que añadir consideraciones de índole muy diversa, como cuando la Capuleto Julieta dice: «¿Qué hay en un nombre? Eso que llamamos ‘rosa’, bajo otro nombre, seguiría oliendo con igual dulzura» (II.2:890). Y nos acordamos del «Stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemus», que Umberto Eco adjudica al monje benedictino Bernardo de Morlaix (s. XII). O, poco antes, cuando habla a Romeo Montesco, sin saber que él la está escuchando: «Rechaza a tu padre, reniega de tu nombre», que recuerda aquello que aparece en el Génesis: «Abandonará el varón a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer».

Pero hay mucho más en la tragedia. Por una parte, la inevitable comparación con una obra de mimbres similares, pero de mirada moral bien distinta: la Celestina de Fernando de Rojas (ca. 1500). Porque hemos de preguntarnos: ¿los protagonistas se aman de veras, o no son más que unos adolescentes repletos de inconsciencia y hormonas? ¿Eso es amor? Además, ¿se comporta con sensatez fray Lorenzo? ¿No es revelador lo deprisa que acontece todo entre ellos? ¿No debe llevar a pausa y reflexión la vehemencia de muchos momentos? ¿No es, de cabo a rabo, disparatado el ardid de la pócima que planea —otra vez él— el franciscano Lorenzo? ¿Julieta encaja con un arquetipo de jovencita inexperta y voluble, o se sale de lo que para nosotros es un cliché, y se desenvuelve con más determinación de lo que cabría esperar? ¿Es Romeo, según exclama él mismo, un «pelele del hado»? Y es que, además, del final de reconciliación que ofrece Shakespeare, toda la trama nos permite replantearnos lo que pensábamos que es el enamoramiento, el matrimonio, la madurez, el compromiso, la prudencia y la familia.