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Portada de «La Celestina» de Fernando de RojasCátedra

'La Celestina': cuando la pasión del erotismo se desboca y se cruzan los límites morales

La novela dialogada de Fernando de Rojas en la cual el amor se enfoca en su peor versión y acompañada de la degradación moral que provoca el dinero; frente a ello, emergen la burla trágica y la moraleja

Amor, pasión, sexo. Tres asuntos que pueden analizarse en la teoría por separado, pero que, de hecho, resultan identificables —indistinguibles— en la realidad concreta. Por eso, los mejores tratados sobre estos temas suelen ser los literarios (y los cinematográficos): desde la poesía de Ovidio o de Catulo hasta Pedro Salinas o las películas de Woody Allen, por decir un nombre al azar.

Además, cada autor y época suele trasladarnos una visión específica. Como comenta en ocasiones Higinio Marín, el amor y la sexualidad están transidos de la dimensión cultural humana. Lo cual conlleva —junto con una serie de llamativas persistencias que aguantan el paso de los siglos— el planteamiento ético, moral que cada generación y contexto pretende mostrar o vivir. Si en Edipo el incesto, aun involuntario, inconsciente, ha de desatar males terribles y destrucción, en nuestros días optamos por entender el amor y el sexo como una mera dimensión que complementa nuestro proyecto individual. De ahí que a las malas experiencias en el terreno de Eros las cataloguemos como «personas tóxicas».

Teniendo esta perspectiva en mente, podemos leer La Celestina de una manera más provechosa, o más desprovista de anteojeras modernas. Porque el tema principal de este libro es la pasión amorosa —Eros desatado, sin atisbo de agápe—, que se expresa con nitidez por medio de Calisto, un personaje que podría calificarse como detestable o repulsivo —la guapa de Melibea se da cuenta de ello nada más verlo, y lo despacha sin contemplaciones… en un primer momento— y cuya condición no permite concederle margen de confianza: es jovenzuelo, atolondrado —el autor se mofa de él con denuedo—, caprichoso, rico y consentido. Calisto cuenta con dos servidores; aunque parecen muy contrapuestos, acabarán unidos en el plan que estructura toda la obra y que consiste en la intervención decisiva de la vieja Celestina. Una mujer astuta, corrupta —compendio de la depravación— y que, a pesar de habitar en pleno submundo del «hampa», sabe muy bien cómo comprar voluntades en toda la escala social —la voluntad del virtuoso Pármeno se logra gracias al lecho de Areúsa, la cual comete «ruindad» contra su «amigo», un militar que ha tenido que marcharse a la guerra el día anterior. Contrapunto de todas estas figuras son los padres de Melibea.

cátedra / 368 págs.

La Celestina

Fernando de Rojas

Celestina manipula a casi todos los personajes y, con ellos, acabará de una manera que permite al autor proyectar la conclusión moralizante de esta obra inclasificable. Decimos «inclasificable» porque está elaborada a base de diálogos y unas pocas y escuetas acotaciones —aparte del prólogo y otros textos que no forman parte de la trama. Aunque se tituló primero «Comedia» (ediciones entre el año 1499 y 1501) y luego «Tragicomedia», no es una obra de teatro, porque es irrepresentable. Muchos motivos impiden —al menos en la época— trasladar La Celestina a un escenario; destaquemos las varias escenas de contenido abiertamente erótico.

El evidente carácter moralista de esta obra se conjuga con una descarnada parodia del amor cortés —Fernando de Rojas acartona este modelo pocos años antes de que Garcilaso de la Vega opte por reivindicarlo adaptándolo a los moldes del Renacimiento—, y con una larga cantidad de pasajes muy divertidos para el lector. Rojas se burla de todos los personajes a los que censura moralmente, aunque en algunos casos esa burla requiera de una contundencia y esfuerzo mayores, y el resultado no sea tanto la risa como el escarnio y mordacidad. En este sentido, el autor sigue unos derroteros diferentes a los de El libro de Buen Amor —amable en su entretenimiento, Juan Ruiz no cae en el notable pesimismo de Rojas— y los de una obra similar: Romeo y Julieta. Al mismo tiempo, Rojas sabe bosquejar una sátira social; no sólo contraponiendo la inteligencia y presteza de las clases inferiores frente a la indolente vida de Calisto y Melibea, sino exhibiendo la preminencia que el dinero ha adquirido en la Europa de aquel cambio de siglo y era.

Sobre el autor se comenta mucho su presumible —bastante presumible— origen judío. Esta circunstancia da pie a discutir hasta qué punto La Celestina se define ora por el pesimismo de un converso —o hijo de conversos— siempre bajo sospecha, ora por el esperanzado didactismo cristiano. La propia lectura de esta obra nos aporta algunas pistas para hacernos ver que ambos planteamientos pueden hermanarse.

Más interesante, sin embargo, quizá resulten otros detalles. Para empezar, el toledano —nació en Puebla de Montalbán— Rojas parece ser que escribió La Celestina cuando tenía algo más de veinte años —quizá veintitrés, como Calisto— y estudiaba Derecho en Salamanca. Lo cual redunda en el carácter impetuoso y también libresco de esta suerte de novela dialogada. No hay paños calientes, y sí mucha cita de obras literarias —y populares, como el romance de «Mira Nero de Tarpeya | a Roma cómo se ardía…»— que no siempre consultaba Rojas de primera mano; se advierte la huella de Juan de Mena en la elaboración de hechizos de la vieja Celestina, a su vez influidos por el también cordobés Lucano. Aquí tema de debate entre eruditos: ¿en ese conjuro se parafrasea el Laberinto de Fortuna, hay lectura directa de la Farsalia, o citas veladas a prácticas de brujería auténtica de la Baja Edad Media? En todo caso, está claro que Rojas tomó el primer acto de un autor previo y supo añadir a esa historia —que ocupa unas treinta páginas en edición moderna— un desarrollo repleto de osadía y fuerza —y con una extensión siete veces mayor.