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Portada de «Castidad» de Erik VardenEncuentro

'Castidad': odres frescos y que parecen nuevos, porque los habíamos olvidado

Erik Varden despliega una completa visión teológica, antropológica y eclesiológica en torno a la sexualidad y corporalidad humanas, con un ligero aire ratzingeriano, pero mucho más asequible y sencillo

De la vida monacal hay muchos aspectos que iluminan la existencia del laico. Quizá el hecho de que los monjes medievales se dedicaran tanto a la copia de textos clásicos —nos han legado las obras de Homero, de Ovidio, de Eurípides, de Marcial, de Tácito, de Aristóteles—, como a la elaboración de cervezas y licores —Dom Pérignon inventó el champaña, y en una abadía escocesa se destiló el primer whisky— no resulte casual. Los monjes alimentan el alma y alegran el cuerpo. Ora et labora. Al desprenderse de lo superfluo, nos enseñan a estar centrados y contentos, a contemplar y obrar con excelencia. Por eso, como dice el trapense monseñor Varden, «el monacato fue, desde antiguo, un laboratorio teológico».

Dicho lo cual, este libro de Varden interesará, sobre todo, a los laicos. El prelado de Trondheim retoma un tema que, durante las últimas generaciones, se antoja macilento y mohíno, pero que «no es sinónimo de celibato», sino que supone «una virtud para todos». Según Varden, «reducir la castidad a una mera mortificación de los sentidos es convertirla en un instrumento de sabotaje contra el crecimiento personal». Sin embargo, el contexto cultural en que nos hallamos, y la lacra de abusos sexuales, dificulta avanzar en esta cuestión. Recordando su paso por la escuela, el autor señala: «el ambiente común para un adolescente nórdico en los años ochenta estaba cargado de presupuestos freudianos de segunda mano, mal comprendidos y peor aplicados».

A partir de aquí, Erik Varden, apoyándose en los Padres del Desierto, y en autores clásicos que van desde Homero hasta Cicerón, y desde Mozart y Claudel hasta la prosa escandinava, va describiendo un modelo antropológico y teológico que resulta muy fresco y atrayente. Hay un aire en su predicación que recuerda sutilmente a Ratzinger, pero que resuena con una mayor sencillez, sin dejar de contar con un cimiento cultural sólido, y, a la vez, asequible. La clave de la castidad estriba en que el hombre ha sido hecho a imagen de Dios, de manera que lo que debe entenderse como lo natural y ordenado tiene más que ver con la aspiración a esa imagen de Dios que con los desajustes que la desobediencia ha introducido. Por eso, la castidad estriba en la integridad personal, en el sentido más literal de la expresión.

encuentro / 172 págs.

Castidad

Erik Varden

El pensamiento de monseñor Varden opta por una mirada realista y también misericordiosa —en esto, como en lo demás, imita a la Iglesia, que es maestra y, al mismo tiempo, madre. Entiende la castidad como un reconocimiento de la debilidad o fragilidad humana y una llamada a la gracia; como una aspiración a una compenetración de las diferencias entre el varón y la mujer, cuya relación está herida desde la expulsión del Edén, pero repleta de esperanza y mediante un cuerpo que aspira a la inmortalidad —y que, a fin de cuentas, y de modo inefable, se cumplirá tras el final de los tiempos en la «resurrección de la carne» a que se refiere el Credo. Por tanto, este libro habla de ascesis, del problema de la pornografía, de la importancia de la virginidad y del matrimonio —«el matrimonio cristiano es categóricamente distinto de un contrato civil», dice Varden.

El modo como está presentado el tema de la castidad —de la antropología cristiana— en estas páginas suena novedoso, aunque no lo sea tanto su contenido; podría decirse que vuelve a usar odres que habíamos olvidado y que funcionan. Habla de la misa —muy interesante todo cuanto explica en la página 29 y siguientes— y de la liturgia, de la Iglesia como peregrina, y cita las oraciones de siempre en latín, indaga en el sentido de las palabras griegas de la Septuaginta, y señala: «nos hemos alejado de la cosmovisión que dio lugar a la verticalidad de las catedrales del siglo XII, casas que contenían toda la vida al tiempo que la elevaban». El hiato que ha padecido Occidente y el cristianismo en las últimas décadas dota a este libro de una aparente novedad que, en realidad, refleja su categoría de perenne. Ya lo advierte Varden: «los cristianos deben exponer la fe íntegra, sin transigir o contemporizar; al mismo tiempo deben expresar esa fe en un lenguaje comprensible para quienes carecen de información sobre el contenido formal del dogma».