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Portada de «El último telesilla» de John IrvingTusquets

'El último telesilla': descenso libre con John Irving

John Irving regresa con una monumental novela de mil páginas, en exceso excesiva, que encierra un mensaje de tolerancia y revisa la actitud americana hacia el diferente

Desde Avenida de los misterios (2015), a John Irving (Exeter, New Hampshire, 1942) no se le veía el pelo en las librerías. Muchos, atendiendo a su edad, lo daban ya por perdido para la causa. Pero la voluminosa El último telesilla demuestra que Irving estaba tramando algo gordo a modo de ‘despedida’. Y entrecomillamos la palabra porque, aunque en un momento dado se filtró que ésta sería su última novela, el autor ha aclarado que únicamente será la última ‘gran novela’. Desde luego, desde el mismo título, esta obra tiene componentes de saludo final al escenario y, vista su ambición, se comprende el largo silencio previo. En la página 207 de El último telesilla, escribe Irving que «uno debería tener cuidado con lo que pospone de manera voluntaria, pues a medida que pasa el tiempo crece la importancia de aquello que pospone».

Vayamos al principio. Esta novela, que arranca con una presentación clásica («Mi madre me puso el nombre de Adam…») y claros ecos de Melville (no en balde Moby Dick marca la educación literaria del protagonista), atrapa desde el primer momento incluso si el planteamiento puede resultar algo tópico. El primer impulso de la trama se asienta sobre dos misterios: los fantasmas de un hotel en la estación de esquí de Aspen y el enigma de la concepción de Adam y la sexualidad de su madre: «Fuera quien fuese el hombre al que mi madre conoció en Aspen en 1941, no era el único misterio en lo relativo a lo ocurrido (o no ocurrido) entre mi madre y los hombres en general».

Con esta intriga familiar y la voz cálida y cercana de Irving, transitamos a lo largo de mil páginas la historia de una familia de Exeter, New Hampshire, «una ciudad como la cagarruta de un chihuaha», y, de paso, la de los Estados Unidos de América, desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta el ascenso de Trump. La novela, además de cuanto tiene de aprendizaje sentimental y artístico de un protagonista que remite claramente al propio Irving, es una revisión a las dinámicas de tolerancia e intolerancia, de libre albedrío y de seguridad, de un país tan vasto como este libro.

El mensaje del autor es claro y firme en favor de la comprensión hacia el otro y contra el miedo y el estigma al diferente. Lo hace a través del minucioso y vívido recuento de los avatares de una excéntrica familia en aquel estado puritano: son personas bajitas, demasiado bajitas, de sexualidades no normativas, como se diría ahora, con peculiares combinaciones afectivas, con conversaciones a veces descacharrantes. Está bien que la actitud de Irving hacia este catálogo de ‘diferentes’ no sea la del desvalimiento, sino la reivindicación desde la naturalidad y a menudo el feel good.

Irving, que también es un exitoso guionista (adaptó por ejemplo Las normas de la casa de la sidra), presenta un fresco claramente cinematográfico. Todo suena a una de esas ‘dramedias’ de más de dos horas o dos horas y media que abarcan décadas y avatares. La escritura fluida del autor, con diálogos realmente buenos, hoy que tan mal se dialoga en los libros, contribuyen desde el principio a que el descenso por esta larguísima pista nevada sea grato. Realmente creo que quien tuviera muchas ganas de Irving desde antes de este libro, disfrutará como un enano. Si es así, es posible que no esté conforme con la puntuación final de esta crítica.

El problema de El último telesilla no es por tanto de estilo, aunque se le haya achacado a Irving algo de «literatura de aeropuerto», ni de falta de amenidad, todo lo contrario. El problema es de dispersión y saturación. Una vez el autor atrapa al lector, lo desparrama ladera abajo en avatares a menudo reiterativos y situaciones alargadas hasta el exceso. Un ejemplo paradigmático: para narra una boda, se narra el ensayo de la boda y luego la propia boda. Honestamente, Irving hubiera hecho lo mismo, y mejor, con la mitad de texto. Parece como si el autor no quisiera desprenderse de sus personajes ni, durante la escritura, poner punto final a su ‘última gran novela’, que tiene claros componentes autobiográficos.

TUSQUETS / 1.056 PÁGS.

El último telesilla

John Irving

La historia está narrada en retrospectiva. Adam, su protagonista, es uno de nuestros contemporáneos, de manera que es legítimo el constante revisionismo a los usos y costumbres americanas, pero Irving lo subraya demasiado y no termina de ser creíble el exceso de concienciación del protagonista en los años 50 o 60 (contra la homofobia, contra la gordofobia, etc…) ni la apuesta del autor por constantes situaciones excéntricas y personajes fuera de norma. El mensaje, con clara distinción de buenos y malos (esas tías puritanas, ese abuelo estricto), se diría demasiado hollywoodiense; hollywoodiense de hoy, se entiende. Los diferentes son tan evidentes como los normativos, incluso en sus rasgos físicos. Un poco demasiado fácil.

En resumen, El último telesilla es una buena noticia para los ‘irvingnianos’ de pro, especialmente si estaban esperando que el autor les tomara la mano y los paseara por sus dominios durante, no durante un día o dos, sino a lo largo de semanas enteras. Porque Irving, de prosa amistosa, de talante humano, no quiere que pases de visita sino que te quedes a vivir.