En las primeras décadas del siglo XX, Siberia era un territorio aún más ignoto, inhóspito y alejado de la humanidad que hoy. Las exploraciones por aquellas extensas tierras suponían un hito para los científicos rusos, y apenas llegaban a Occidente ecos de sus peripecias o descubrimientos. La tundra, la estepa, la taiga eran nombres con que columbrábamos paisajes inabarcables, gélidos, donde el viento ulula sin parar. Por aquellos parajes cayó lo que se pretende que fue un misterioso meteorito; el denominado «bólido de Tunguska» (1908) cuya indagación científica tardó trece años en dar los primeros pasos. Entre 1902 y 1906, el naturalista Arséniev lideraba una expedición para conocer algo de la Siberia más extrema. Les fue de vital ayuda un nativo llamado Dersu Uzala, cazador, nómada, creyente en la religión animista del país. Quienes hayan conocido esta historia gracias a la adaptación cinematográfica de Akira Kurosawa (1975) podrán gozarla con otra intensidad en las páginas del libro en que se basa.