El regreso de los cuentos navideños populares
Los días de Navidad en familia, un momento idóneo para volver a una de las actividades más formativas que tenemos a mano: los cuentos
Estos días solemos tener más tiempo para estar con la familia. Si tenemos hijos o nietos pequeños puede que incluso tanto que no saber cómo ocuparlo. Más allá que un entretenimiento, propongo una vuelta a una de las actividades más formativas que, sin saberlo muchas veces, tenemos a mano: los cuentos.
«La costumbre de contar historias en Nochebuena alrededor de la chimenea se está perdiendo, como la de escribir cartas y todas las manualidades domésticas del pasado siglo», esta cita bien podría adjudicarse a un nostálgico que viva en este digitalizado siglo XXI, y sin embargo fue escrita hace un siglo por el escritor británico Ernest Temple Thurston. Más allá de la eterna melancolía por cualquiera tiempo pasado, me interesaba escribir sobre la tradición de contar historias navideñas.
La Navidad es el único tiempo, litúrgico o estacional, que fomenta las historias hasta el punto de considerarse un subgénero en sí mismo: Dickens, Andersen, O. Henry, Stevenson, Conan Doyle o Dostoievski tienen cuentos conocidísimos. También en español practicaron el género Galdós, Clarín y Alarcón. Emilia Pardo Bazán tiene un volumen entero de ellos. Y si nos adentramos en el siglo XX vemos que autores muy literarios también tienen su corazoncito navideño, como Dylan Thomas, Truman Capote, Nabokov o Paul Auster. Esta lista de autores, pergeñada de memoria y sin ningún ánimo de exhaustividad, me parece una muestra clara de la conexión entre la Navidad y el contar historias.
Como en tantas circunstancias de la vida, es posible que fuera la función la que creó el órgano: las muchas horas de oscuridad, el ambiente festivo y las reuniones familiares crean una situación excepcional para practicar la narración. Esa facultad tan humana que Byung-Chul Han elogia y advierte de su desaparición en su último ensayo está en el origen de los cuentos navideños que originariamente fueron orales y solo muy tardíamente pusimos por escrito.
Me gusta escribir sobre dos cuentos navideños infantiles que por su calidad y complejidad han atravesado el tiempo alimentando otros modos de expresión, hasta el punto de que creo que son más conocidos que leídos. Me refiero a El cascanueces y el rey de los ratones, de E.T.A. Hoffmann y La reina de las nieves, de Hans Christian Andersen.
Decía Chesterton que los cuentos de hadas superan la realidad no porque nos dicen que los dragones existen, sino porque nos dicen que pueden ser vencidos. Por ese motivo, la literatura tradicional no tenía miedo en mostrar a los niños el lado oscuro de la vida, conscientes de que la ficción es un campo de pruebas de la vida. Digo esto porque hoy en día estamos inundados de versiones ad usum delphini de las historias tradicionales, donde la cruda realidad está sustituida por buenos sentimientos y mejores intenciones, con la idea de proteger a los más pequeños. Los dos cuentos que menciono difícilmente podrían ser aptos para menores de doce años y sin embargo son, por su condición de clásicos, importantes pilares de la cultura occidental. Algo tendrán.
El cascanueces juega con uno de los mitos más siniestros, el autómata que cobra vida. El soldadito cascanueces establece una batalla campal junto con el resto de los juguetes contra los ratones y su rey, un monstruo con siete cabezas que no es otra cosa que muchos ratones atados por la cola. Solo esa imagen de pesadilla provocaría la censura más enconada. Además del ya edulcorado ballet de Chaikovski, tenemos una saga de animación de Pixal que elige el mismo motivo, Toy Story, pero con un espíritu muy distante.
Del mismo modo, la historia de la Reina de las Nieves, se aleja mucho de la versión cinematográfica actual, la exitosa Frozen. Si recurrimos al original de Andersen nos encontramos a una malvada pero hermosa reina que rapta a un niño y lo mantiene inerme en su gélido palacio mientras su amiga Gerda trata por todos los medios de rescatarlo.
Hoy en día la educación sentimental de nuestros hijos está alimentada en gran parte por el cine y aun siendo consciente que películas y series pueden ser obras de muy alta calidad, es una pena que las narraciones tradicionales, muchas veces transmitidas de forma oral, queden en el olvido. Como he dicho arriba, mi propuesta de recuperación no está provocada por el simple conservadurismo de proteger la tradición, sino por aprovechar ese potencial formativo y el valor cultural que encierran todas esas historias.