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Cuadro pintado en 1876 por Jean-Joseph Benjamin-Constant que representa a Mehmed II ingresando a Constantinopla, momento que marcó el fin del Imperio bizantinoWikimedia Commons

Bizancio, esa gran desconocida

Para Norwich, entender la historia de Bizancio, es entender el pasado de las sociedades occidentales: «Nuestra civilización nunca ha reconocido la deuda que tiene con el Imperio de Oriente de forma adecuada»

Tarde, muy tarde, ha llegado la magna obra del escritor británico John Julius Norwich, titulada Bizancio (Ático de los Libros, 2024) a la lengua de Cervantes. Treinta y seis años tarde, de hecho. Pese a ello, como suele decirse, «más vale tarde que nunca», y gracias a una editorial que apuesta por la publicación de obras que, como la de Norwich, merecen ser acercadas a públicos más allá del angloparlante. Así pues, para quien no conozca a John Julius Norwich, tendrá que saber que, además de noble (2.º Vizconde de Norwich) no fue un historiador profesional. Tras ocupar importantes puestos en el Ministerio de Relaciones Exteriores británico, dejó su carrera profesional para embarcarse en el sueño que realmente le apasionaba: la escritura histórica. Y si hay un verdadero hilo conductor en todas sus obras, ese es el Mediterráneo. Ya sea con sus trabajos sobre la Sicilia de los normandos, la Venecia de los dogos o el Imperio romano de Oriente, Norwich no pierde nunca de vista su «afecto por el Mediterráneo oriental y todo lo que representaba», según él mismo afirma en el volumen que nos ocupa.

Ático de los Libros. 528 páginas

Bizancio. Los primeros siglos

John Julius Norwich

Ahora bien, ¿qué nos encontramos en este clásico? Lo primero, una llamada a aquellos que desconozcan lo que fue Bizancio, o el Imperio bizantino, o que hubo un Imperio romano más allá del año 476. El mismo Norwich confiesa haber sido un absoluto lego en la materia hasta el comienzo de su periodo universitario: «tan completa era mi ignorancia [acerca del Imperio bizantino] que me habría resultado difícil definirlo ni siquiera en términos generales hasta que fui a Oxford. Sospecho que muchas personas sufren hoy una ignorancia similar; y, sobre todo, he escrito este libro para ellas». Es decir, es un libro hecho para esas personas que tienen una laguna en ese espacio y tiempo que fue Bizancio. «Este libro –vuelve a sentenciar el autor– no aspira a la erudición académica. Ningún bizantinista profesional que lea sus páginas encontrará nada que no sepa ya», pues está dirigido a un público general, lo que no influye negativamente en el resultado, sino más bien al contrario.

Los años que abarca el presente volumen (primero de una trilogía), que lleva el subtítulo Los primeros siglos, van desde el gobierno de Constantino el Grande, a comienzos del siglo IV, hasta la coronación imperial de Carlomagno en la Navidad del año 800, es decir, casi quinientos años de historia condensada en poco más de quinientas páginas. Toda una proeza. Estas páginas se estructuran en dieciocho capítulos (más una introducción y anexos) que se adentran en los más importantes personajes de la historia bizantina, desde el ya citado Constantino I, hasta la emperatriz Irene, pasando por personajes fundamentales como Justiniano (el último emperador de origen romano) o Heraclio, quien para muchos inicia el periodo realmente bizantino del Imperio de Oriente. Sobre esta cuestión, para Norwich «el Imperio romano puede llamarse propiamente bizantino» con la inauguración de Constantinopla como Nueva Roma. A muchos esto les sonará anatema, si bien el mismo autor reconoce que habrá discrepancia, y lo acepta honradamente: «que así sea», escribe Norwich.

Encontramos una obra que es al mismo tiempo completa y asequible acerca de uno de los pilares culturales de la civilización occidental (aunque estuviera en la pars Orientis de los dominios romanos), en tanto en cuanto heredera de las culturas grecolatina y judeocristiana. En palabras de Norwich, «nuestra civilización nunca ha reconocido la deuda que tiene con el Imperio de Oriente de forma adecuada. Si no fuera por ese gran bastión oriental de la cristiandad, ¿qué posibilidades habría tenido Europa contra los ejércitos del rey de Persia en el siglo VII o los del califa de Bagdad en el VIII?».

Por último, hay que destacar una importante realidad que Norwich pone de manifiesto, y que pretende ayudar a derribar con su magna obra, y es que «durante los últimos doscientos años e incluso más, lo que solía conocerse como el Bajo Imperio romano ha tenido una mala prensa atroz. Parece que la larga campaña de desprestigio recibió su impulso inicial en el siglo XVIII de la mano de nada menos que de Edward Emily Gibbon, quien, igual que todos los ingleses de educación clásica de su época, veía a Bizancio como la traición de todo lo mejor de las antiguas Grecia y Roma, y continuó hasta bien entrado el siglo XX». Para Norwich, muy al contrario, Bizancio fue la síntesis, el epítome, de lo mejor de Grecia y Roma, a lo que se sumó el cristianismo más característico del Mediterráneo oriental, dando lugar a una visión «de oro, malaquita y pórfido, de ceremonial majestuoso y solemne, de brocados cargados de rubíes y esmeraldas, así como de suntuosos mosaicos que brillan de manera tenue en salones nublados por el incienso».