Reflexiones poéticas y eternas sobre la vida y la muerte, todavía no contaminadas la Modernidad
«Este mundo bueno fue, si bien usásemos de él como debemos», escribe un noble que supo ser gran poeta y gran guerrero
Una parte más o menos destacable de la poesía española —como La canción del pirata de Espronceda, o el Érase un hombre a una nariz pegado de Quevedo, o el Romance del prisionero— adolecen de un agudo problema: el español que las aprendió siendo un niño o un adolescente no puede evitar ubicarlas en un marco meramente escolar, e incluso infantil. La fuerza de aculturación que debiera tener la poesía tradicional se diluye en un ambiente donde se mezclan los olores de la plastilina, del pegamento Imedio y de los vestuarios por donde ruedan viejos y desinflados balones. Dentro de este conjunto de poesía caída en el desprestigio —a causa de una aparente condición de trillada— se encuentra, sin duda, la que compuso Jorge Manrique con motivo de la muerte de su padre, Rodrigo Manrique, maestre de la Orden de Santiago y conde de Paredes de Nava (Palencia), localidad que es cuna del propio autor de estas coplas.
Sin embargo, la lectura y relectura de las Coplas supone uno de los mejores momentos de deleite y crecimiento interior. Porque, para empezar, Jorge Manrique constituye un prototipo de su época. No sólo por su adscripción noble, sino por la armonía que hay en su vida entre esos dos polos que suelen denominarse «las armas y las letras», tal como aparecen en El Quijote y que dan título a un célebre ensayo de Andrés Trapiello. Compositor de una colección poética más que notable y más que influyente —sus versos amorosos resuenan en la obra de Teresa de Ávila y Juan de la Cruz—, falleció joven (en 1479) a resultas de una de las reiteradas acciones bélicas en que participó. Algo similar le acontecerá medio más tarde a Garcilaso de la Vega, que murió tras una temeridad propia de su bizarría —y quién sabe si de mal de amores—, en el asalto a un castillo francés. Por otro lado, el tío de Manrique será, entre otras cosas, un poeta y dramaturgo de enjundia. Su hermano —padre de nuestro poeta y protagonista de las Coplas— entregó el alma en 1476, septuagenario y entre los estragos de lo que parece que fue un cáncer que le devoró el rostro. Lo cual recuerda a la Cánace del más emotivo epigrama del hispanorromano Marcial.
Castalia (2010), 128 págs
Coplas a la muerte de su padre
En las Coplas —cuarenta piezas compuestas a base de agrupaciones de cuatro tercetos, cada cual, a su vez, formado por dos octosílabos y un tetrasílabo— hay una condensación de toda una mentalidad que, si bien anuncia la mutación que traerá el Renacimiento y expresa el caos del siglo XV castellano y europeo, mantiene, al mismo tiempo, la firmeza de los fundamentos medievales. En su calidad de obra de transición, se hace eterna. Su mismo texto puede leerse con la sonoridad de una lengua que aún mantiene la variedad de silbantes y fonemas cuasidentales («ss», «s», «z», «ç») —el castellano de Manrique todavía carece de nuestros sonidos rotundos de zeta y jota—, y se entiende sin necesidad de adaptación a la escritura hodierna. En todo caso, quienes deseen acercarse a las Coplas con una leve actualización ortográfica, pueden disfrutar de la edición de Luis Alberto de Cuenca en Reino de Cordelia (2022), con ilustraciones experimentales, en negros, verdes, azules, de Pedro Arjona. Quienes opten por un texto más próximo al original gozarán de la profusa en análisis —y exigua en precio— edición de la asturiana Carmen Díaz Castañón (1934–1994) en Castalia (1984, reimpresa en sucesivas ocasiones).
Las Coplas pueden dividirse en tres o cuatro partes: consideraciones generales sobre la muerte e invocación a Cristo, lamento de la devastación que supone la muerte, elogio del padre, diálogo entre la muerte y el padre del poeta. Aunque las Coplas caben considerarse como un arquetipo de las ideas tardomedievales —con nitidez teocéntrica y claridad antropológica; la Modernidad aún no ha impuesto sus divorcios y deconstrucciones—, lo cierto es que Jorge Manrique añade una originalidad que aleja esta obra de las «danzas de la muerte» al uso. Aquí notamos que el poeta se asienta en los tópicos, los bordea y los supera. Por eso, a la vez que admite con resignación la llegada del fin de la vida, y mientras prepara el alma para el juicio del Creador, es capaz de aludir a los grandes ejemplos de la «sangre de los godos» y la gentilidad, como Marco Aurelio, Trajano, Julio César, Aurelio Severo Alejandro —emperador romano a quien, por un infausto y erróneo galicismo, muchos llaman «Alejandro Severo»— o Teodosio —que ya no es gentil, sino cristiano. Pero Manrique, tras las nóminas efectistas, se atreve a incluir a los coetáneos: todo el siglo XV desfila ante el lector. El anafórico recurso al «ubi sunt qui ante nos fuere?» impacta, porque el poeta nos habla de quienes, hasta hace dos días, estaban vivos y triunfaban. Para rematar las Coplas, Manrique —que sigue inmerso en la «guerra a los moros»— introduce un aspecto nuevo; además de la vida terrena y la eterna, también aparece la vida de la fama.