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Antiguo sello de la URSS

Mirada clínica de la humanidad rusa, resignada ante la inmensidad de la geografía y el autoritarismo

El régimen soviético alejaba de las grandes ciudades a los disidentes políticos; la marginalidad y la derrota constituyen la pauta de una vida cuyos ídolos son el alcoholismo y el resplandor del dinero

Este es el libro en que un médico ruso traslada casi dos décadas de trabajo en entornos no sólo provinciales, sino también inmersos en un paisaje donde todo excede a la medida humana, donde el ser humano se resigna a su insignificancia. Donde la inmensidad de la geografía y la naturaleza –una naturaleza que, con toda su dureza, es la madre patria– y la arbitrariedad de las instituciones –gigantescas moles que, por ineficaces, parecen endebles como el cartón, pero que aplastan como el granito– han conformado una antropología centenaria. El narrador, a medio camino entre una especie de periodismo literario, recuerdos, narrativa y ensayo somero, asegura que el rasgo habitual, tanto en los pacientes como en el personal sanitario, es la confluencia de dos sensaciones íntimas: «el miedo a la muerte y el poco amor a la vida». Lo explica sin retoricismo: «No es una vida, sino un fin de vida. Celebran las fiestas, beben y cantan, pero si los miras a los ojos, no ves ninguna alegría».

Libros del Asteroide (2024). 240 páginas

Kilómetro 101

Maxim Ósipov

Aquí el lector se encuentra con historias humanas y médicas –lo segundo no oculta nada de lo primero–; con recuerdos de infancia y de familia, de excursiones con el padre en un entorno rústico y provinciano, y en el que una señora les da leche fría porque no tiene agua y no quiere dinero a cambio. Trayectos inhóspitos en un viejo coche soviético con el motor atrás que se estropea. Por estas páginas la huella de las guerras –la guerra contra la Alemania nazi, y ahora contra Ucrania, que ha llevado al autor a exiliarse– y las represiones –zaristas, soviéticas, de Putin– constituyen una cicatriz que nunca cierra ni deja de doler. La violencia es una parte más de la vida: «no hace mucho un niño de dos años llamado Fedia cayó desde un primer piso. La madre borracha y su boyfriend, es decir, oficialmente su conviviente, recuperaron el cuerpo de Fedia y se encerraron en casa. Por fortuna, los vecinos lo vieron todo y llamaron a la policía. Estos reventaron la puerta y llevaron al niño al hospital. La madre, como corresponde, no paraba de aullar en el pasillo. Rotura del bazo, que será amputado».

En otro momento, Ósipov habla de Ulrich, quien «fusiló personalmente a sesenta y ocho personas» y que, según cuenta, «lleva un arma reglamentaria, una pistola Stechkin»; es un hombre cuyos «golpes son demoledores, de media tonelada»; «no hace mucho le destrozó a su hijo mayor todos los incisivos». ¿El motivo? Este: «Tiene que haber orden. El orden es imprescindible y al que no lo respete lo pararemos de un puñetazo o, si hace falta, de un balazo». Todos saben que las brutalidades descritas en Archipiélago Gulag son ciertas; y también lo que sucedió en Katyn. Pero da igual; a casi nadie le importa.

Kilómetro 101, sin embargo, no es un libro descarnado, porque está escrito por alguien que reúne varias condiciones de humanidad compasiva. En primer lugar, el título hace referencia a la distancia con que el régimen soviético alejaba de las grandes ciudades a los disidentes políticos. Porque aquí, la marginalidad –la derrota– es la pauta de vida. Una vida en que la religión se va resecando, a pesar de su apariencia firme, pues los cultos férreos, en realidad, son el alcoholismo y el resplandor del dinero. Por otra parte, Ósipov (Moscú, 1963) es médico y humanista. Se nota en las alusiones culturales; en ellas se aprecia una faceta propiamente rusa, que consiste en intentar ser occidental, sin serlo por completo, y sin dejar de ser ruso. Es algo que se palpa a lo largo de muchos pasajes, como cuando nos cuenta que es judío, o sus viajes en avión a Occidente –que es otro mundo, otro universo–, o cuando muestra que, a pesar de los pesares, en sus manos se confían personas que, con sus defectos, padecen la enfermedad inherente a la condición humana: «¿Qué veo de bueno en todo esto? La libertad de ayudar a muchas personas. Hasta en el caso de que la ayuda no sea bien recibida: ofrecerla como posibilidad». Por eso, su mirada, como la de un doctor Zhivago cuyo nombre leemos en este libro, contiene poesía sencilla y conmovedora: «la persona a quien le han cortado una pierna juega en sueños al fútbol».