El noble oficio de la educación
Jaime Buhigas nos regala un precioso canto a la educación que entusiasmará y revitalizará a todos los que aman la educación
Para un amante de la lectura y del continuo aprendizaje, la reseña de libros es un auténtico regalo de la Providencia. No solo porque permite convertir en trabajo lo que de hecho es un placer, sino también porque el hecho de estar al corriente de lo que se va publicando brinda la opción de dar con auténticas joyas que de otra manera nunca se conocerían, o que, con suerte, acabarían al fondo de esa siempre creciente lista de libros pendientes.
El noble oficio de la educación, de Jaime Buhigas, es uno de esos casos, quizá el más notable que un servidor recuerda desde que se dedica a estos menesteres. Si tuviera que recomendar un libro, uno solo, a un profesor, de la edad y condición que fuera, o a un futuro maestro, sin duda este sería el elegido.
Recogiendo la tradición de las composiciones epistolares, la obra se divide en dieciocho cartas dirigidas a profesores y alumnos de las diferentes etapas de la educación escolar, así como a otros actores de la enseñanza como los padres, el personal «no docente», la dirección del colegio, los inspectores escolares e incluso la misma ministra de educación.
En todas las cartas, Buhigas demuestra tanto un amplio conocimiento de la escuela, fruto de su dilatada experiencia como docente, como una sensibilidad nada frecuente, que le permite identificar la esencia y la belleza del papel que juega cada uno de esos protagonistas de la educación. Por ello, la recomendación de leer este libro puede hacerse extensiva a profesores de otras etapas de la enseñanza y, más allá, a toda persona interesada en la labor educativa.
280 páginas
El noble oficio de la educación
Porque, en realidad, esta obra no es otra cosa que un canto, de una belleza y una profundidad inusitadas, a la profesión docente, a esa educación artesanal y cuidadosa que el autor no cesa de reivindicar, y que, por mucho que algunos se empeñen, ninguna innovación metodológica o tecnológica serán capaces nunca de sustituir ni emular.
No se trata, nos advierte Buhigas en el prólogo, de caer en un discurso retrógrado ni de negar las necesarias mejoras que deben introducirse en el ámbito educativo. Consiste, más bien, en reivindicar el Arte –con mayúsculas– de enseñar y aprender. Un oficio que el autor define como «artesanal, detenido, fiable, humano, ceremonioso», que repara en los detalles y las formas, que huye de la aceleración rampante hoy día y que se centra en los dos pilares de la educación, a saber: la transmisión del conocimiento y el encuentro humano.
Ante la imposibilidad de explicar con detenimiento las numerosas ideas sugerentes que nos regala el autor, nos limitaremos a reseñar tan solo dos reflexiones que se antojan especialmente atinadas en los tiempos que corren.
Una de ellas es la apasionada defensa que Buhigas realiza del profesor veterano, una figura que ha ido perdiendo la autoridad y el respeto de los que disfrutaba no hace tanto para convertirse, cada vez más, en una pieza prescindible en las instituciones educativas, relegada a menudo a una posición secundaria y contemplada por no pocos de sus colegas con una indisimulada condescendencia. Para el autor, los profesores a punto de jubilarse son un auténtico tesoro, algo que defiende con un bello párrafo que debería enmarcarse en todos los centros educativos: «Puede que no tengan ni el entusiasmo ni los conocimientos para manejar con soltura las nuevas tecnologías. No lo necesitan. Han visto mucho. Han conocido mucho. Han educado mucho. Ven mucho más hondo cuando miran de frente al alumno. Tienen las certezas del viejo artesano que guarda su experiencia en el tacto de sus manos»
La segunda idea es la reivindicación, hoy más urgente que nunca, de que todo profesor, sea de la etapa que sea, debe ser ante todo una persona culta, caracterizada por su inquietud y su deseo de seguir aprendiendo. Solo si los alumnos ven en él ese amor por el conocimiento y esa convicción de la necesidad de transmitirlo, dicho profesor logrará plantar en ellos la semilla de la curiosidad y el deseo de aprender. Gracias a ello, se estará logrando el fin último de la educación: enseñar a aprender, que es, como nos recuerda el autor, «una de las labores más nobles y elevadas a las que puede aspirar el ser humano».