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Varios ejemplares de TitubeosTwitter

'Titubeos', la ópera prima de un autor en que abunda el influjo de Chesterton o Aquino

Libro de aforismos repletos de optimismo y de admiración ante el mundo y la realidad cotidiana, en la cual se corrobora la mano amorosa del Creador

Según la Real Academia Española, aforismo es «máxima o sentencia que se propone como pauta en alguna ciencia o arte». La definición se acomoda a las que se venían dando, con mayor o menor acierto, en diccionarios desde el siglo XVII. Antes se subrayaba del aforismo que era breve y de contenido doctrinal. Consultando el Diccionario Griego-Español del CSIC, localizamos una pista que acude al fundamento etimológico –valga el aparente pleonasmo–: un aforismo es una acotación, una delimitación. Primero, en su sentido físico: «fijación de lindes». Luego, en un sentido figurado: «reducción a términos significativos, aseveración concisa y significativa». La palabra procede del verbo horizō, que se puede traducir como «poner o fijar límites», y de aquí procede el vocablo horizonte.

Isla de Siltolá (2024). 108 páginas

Titubeos

Julio Llorente

Estas consideraciones nos permiten aterrizar en un género que algunos pensarán que se ha puesto, más o menos, ahora de moda, a resultas de que vivimos en los tiempos del mensaje corto, del eslogan impactante, del lema electoral y populista, del tuit, del zasca y de otras expresiones caracterizadas no tanto por la parquedad –que es el arte de saber dotar de densidad a una frase–, sino la escasa capacidad de desarrollo de ideas complejas. Otro punto que hay que observar es la diferencia entre aforismo y epigrama. Lo primero es propiamente prosa, y de resabio filosófico. El aforismo es sentencioso –aunque muchos de sus practicantes hodiernos no atinan a lograr este rasgo– y se parece al refrán, a la máxima, a la sabiduría precisa en su brevedad. Por el contrario, el epigrama es poesía, cuenta una historia –corta, pero narración, mythos, a fin de cuentas– y contiene una paradoja, un giro de tuerca, una sorpresa, que lleva al asombro, a la carcajada o la sonrisa, a la pena o a la reflexión. Esto último es algo que procura imitar algún que otro aforista, como es el caso del joven Julio Llorente (1996).

Mediante el aforismo, el autor no sólo plantea definiciones –el aforismo suele contener muchísimas certezas y poquísimas preguntas–, sino que se define a sí mismo. Leyendo los de Gregorio Luri, los de Nicolás Gómez Dávila –el prócer, muy probablemente, de la actual generación, aunque él, en principio, pergeñaba escolios, glosas, comentarios lacónicos–, Carlos Marín-Blázquez, Ricardo Calleja o Enrique García-Máiquez, observamos a cada uno de ellos en unos contornos bastante claros, con más nitidez de lo que cabría pensarse. Y en los Titubeos –ópera prima de Llorente, que aparenta en estas páginas moverse a tientas, como adentrándose en terreno sacro– su autor se nos presenta tal cual es en todo momento. Destaca su querencia por la admiración ante el mundo y la realidad cotidiana, sobre todo la más pequeña, y en especial por adivinarse –o corroborarse– en todo ello la mano amorosa del Creador: «Miro alrededor y me invade una feliz certeza: Dios estaba achispado cuando creó el mundo». Ese es quizá parte del denodado, insistente, contumaz optimismo de Titubeos, como ya advierte en el prólogo Diego Garrocho. Lo cual puede explicar por qué en los aforismos en que habla del diablo se refiera a él con pena –para Llorente, Lucifer es antítesis de virtud y de esperanza–, no con miedo.

En Titubeos se evidencia la asimilación milenial de varios clásicos, en especial Aquino y Chesterton, e incluso en algunos puntos se husmea una contradicción ante el valor que Péguy concedía al trabajo. Si el francés decía: «me gusta trabajar, me gusta trabajar bien, me gusta trabajar deprisa, me gusta trabajar mucho», en Llorente se lee: «hay dos clases de personas: las que trabajan para después poder descansar y las que descansan para poder trabajar. Sólo las primeras saborean la pulpa de la vida». Que Llorente es hijo de este tiempo, aceptándolo y amándolo con espíritu crítico –si puede, es más de escribir con bolígrafo y papel en plena calle, y no de pasarse las horas ante la pantalla del ordenador–, se nota en varios aforismos: «La medicalización de la existencia es anterior al coronavirus: cuántas veces hemos llamado enfermo a quien es simplemente un malvado»; «Aviso pospandémico: no hemos venido al mundo para sobrevivir sino para vivir». En este mismo sentido, Llorente conjuga algunos aspectos muy tradicionales del sentir religioso –«Si solo el amor nos salva, como dicen, ¿por qué nos hace sufrir tanto? Acaso porque toda salvación implica una cruz»; «Pecar es clavarle una espina más a Cristo»– con otros que, sin ser estrictamente nuevos, sí cobran hoy otro semblante a causa de ciertos rasgos de la pastoral de Francisco: «No hay contradicción entre justicia y caridad. ¿Qué le corresponde a un ser miserable como el hombre sino la misericordia?».

Asimismo, puede que un cariz destacado en Titubeos sea su talante de abierta emoción. Como cuando dice: «Un propósito para este paseo vespertino: que el estruendo de los coches no acalle ni el canto de los pájaros ni el rumor de los niños que juegan en los parques». O en la página en que leemos: «¿Cómo entregarme a la desesperanza habiendo visto un árbol florecer junto a un edificio en obras, entre andamios oxidados y polvo en suspensión?». El tono se intensifica cuando es el amor propiamente el punto abordado en el aforismo: «El enamorado propende al panteísmo: en todas las cosas buenas entrevé el rostro de su amada»; «¿Por qué buscar en Tinder a quien podría estar enfrente de ti?». Al hablar en absoluta primera persona, se concentran muchos más elementos: «De entre todos los milagros que han ocurrido y ocurren, éste es el que más me asombra: que, habiendo tantos hombres guapos, inteligentes, buenos y exitosos, tú, con esa inconsciencia tan tuya, hayas elegido quererme a mí».

Titubeos contiene una amplia variedad de temas, dispersos por aquí y allá. Hay quien querrá indicar que Llorente no se apunta a una «guerra cultural», pues, como él mismo dice, «a la corrección política no hay que oponerle su antónimo, la incorrección política, sino su distinto, la verdad». Otros resaltarán su apuesta por la admiración, la belleza y una vida con un ritmo más humano o natural y menos frenético o postmoderno. Cabe, por otra parte, analizar la vertiente religiosa que aparece una vez y otra en el libro. ¿Quién sabe? Quizá una manera de resumir Titubeos sea este aforismo que nos ofrece Llorente: «La vida es una maravilla a condición de que uno no la atosigue con sus expectativas».