Fundado en 1910

Defensa del parque de artillería de Monteleón, de Joaquín Sorolla

Unos afrancesados que no miraban a Francia

Se articularon en torno a tres principios doctrinales: un monarquismo despreocupado de la dinastía, un temor de la oleada revolucionaria y una agenda reformista que buscaba transformar el país. Las respuestas que se dieron en 1808 condicionaron la historia española posterior

Miguel Artola fue un maestro de maestros. No se puede decir nada mejor de un historiador que se suma a una genealogía intelectual que ha dado múltiples frutos. Un repaso de su bibliografía y de los premios y honores que atesoró a lo largo de su amplia vida nos demuestra la altura académica de este historiador nacido en San Sebastián. En sus casi cien años de vida, lo consiguió casi todo. A saber, y sin extendernos, este miembro de la Real Academia de la Historia logró el Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales en 1991 –donde el jurado remarcó una vocación ejemplar hacia la investigación y la docencia-, varios doctorados Honoris causa, el Premio Nacional de Historia de España en 1992 o la Gran Cruz de la Orden de Alfonso X el Sabio en 1996. Fue uno de los fundadores de la Asociación de Historia Contemporánea y, desde hace años, un galardón al mejor trabajo inédito de jóvenes historiadores lleva su nombre.

alianza editorial (2024). 456 páginas

Los afrancesados

Miguel Artola

Ahora se vuelve a reeditar Los afrancesados, uno de esos escasos títulos que podemos considerar como canónicos en la historia contemporánea española. Publicada por vez primera en 1953, se trataba de la tesis doctoral que Artola había defendido unos años antes y que prologó Gregorio Marañón –quien destacaba la pulcritud, rigurosidad y responsabilidad de aquel joven historiador, aunque marcaba alguna distancia con sus interpretaciones. En 1976, la editorial Turner la devolvió a las librerías con una revisión. Desde entonces, ha sido recuperada hasta en tres ocasiones por Alianza Editorial. No es extraño. Este texto no se cae de las manos pese al tiempo transcurrido. Artola tiene una prosa limpia y firme. Incluso con las aportaciones que se han ido sumando a la temática, todavía continúa siendo un libro válido para comprender lo que supuso el polémico fenómeno del afrancesamiento. Porque estos afrancesados nunca gozaron de buena prensa. Cuando Artola comenzaba a dar sus primeros pasos académicos, los afrancesados eran unos personajes detestados, a los que se les acusaba de alta traición. Este libro logró desmentir algunos de los lugares comunes establecidos, como que los afrancesados no eran más que colaboracionistas incautos u oportunistas, que habían ayudado al invasor durante años.

Entre una larga introducción y el primer capítulo, Artola detalla las principales claves del pensamiento afrancesado. Así conecta este movimiento con los cambios intelectuales operados por el despotismo ilustrado en el tiempo de Carlos III. Aquellos ilustrados a la española vieron cómo sus empeños de reforma confrontaban directamente con los absolutistas y los liberales, quienes se unirán contra el francés, en el gozne entre edades. Los carlostercistas fueron entonces los creadores de algo que podríamos reconocer como un partido afrancesado. En el fondo, estos se articularon en torno a tres principios doctrinales: un monarquismo despreocupado de la dinastía reinante, el miedo a las consecuencias de la oleada revolucionaria y una agenda reformista que buscaba transformar el país de arriba hacia abajo. Las respuestas que se dieron en 1808 condicionaron la historia española posterior. Si la defensa del primero de estos principios les enfrentó con los absolutistas, el segundo les alejó de los liberales. Tuvieron sus muchos aciertos, y también sus muchos errores. En cualquier caso, este libro es una prueba de que no es posible sacar la brocha gorda para colorear este período.

José I fue una ventana de oportunidad para poner en práctica estos principios y, por paradójico que pueda resultar, para muchos de ellos era la única posibilidad de salvar a la nación de ser cuarteada o aniquilada. Varios capítulos de esta obra, de hecho, buscan presentar las etapas del reinado de aquel Bonaparte. Tanto es así que se convierte en una de las principales figuras de Los afrancesados. Artola tampoco olvida la represión de estos intelectuales josefinos en la época de Fernando VII. Cree que su exclusión de la primera línea de la política de su tiempo conllevó un dominio pendular entre absolutistas y liberales. Eso sí, en las primeras páginas sí que plantea la posibilidad, sin explorarla, de que algunos de estas políticas tuvieran un acomodo en la política moderantista que dominó el reinado de Isabel II.

Miguel Artola arriesgó en su momento con esta obra. No era sencillo escribir entonces un libro que no denigrase a los afrancesados. Su completa investigación ayudó a establecer, al fin, una lectura rica en matices del pasado. Estas páginas evidencian que hubo afrancesados con pensamientos, intereses y perfiles dispares. Hasta se podría decir que no eran afrancesados desde el punto de vista intelectual. Los devenires históricos les pusieron del lado del invasor, pero jamás tuvieron ningún ansia revolucionaria a la francesa. Otros historiadores han considerado necesario el cambio de caracterización de este grupo, pero no ha habido un gran consenso conceptual. Al final, lo que parece evidente es que Los afrancesados sigue siendo una fuente de inspiración indispensable para cualquier interesado en este período crucial de la historia contemporánea española.