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Portada Arde ya la yedra

«Arde ya la yedra»: Gonzalo Hidalgo Bayal

El autor evoca con su prosa ancha y elegante el último verano de la primera juventud y el descubrimiento del poder transformador de la escritura

Llevo un rato dándole vueltas a un adjetivo que explique el lugar de Gonzalo Hidalgo Bayal (Cáceres, 1950) en el panorama literario español. Autor ‘secreto’ es muy inadecuado para un escritor que lleva casi veinte años publicando en Tusquets, uno de los sellos de referencia de la narrativa española. Por lo mismo, sería injusto referirnos a él como ‘oculto’ y muchos menos como ‘ocultado’, que implica voluntad por parte de terceros de mantenerlo en la sombra. ‘Discreto’ carga la condición sobre él, que, pese a que se prodiga poco en la farándula de las letras, no es un escritor refractario al modo de Salinger; dice Hidalgo Bayal que, aunque él no busca las entrevistas, tampoco las rehúye.

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TUSQUETS. 344 PÁGINAS.

Arde ya la yedra

Gonzalo Hidalgo Bayal

Quizás ‘minoritario’ -mucho más que ‘de culto’, que supone voluntad rupturista- sea el adjetivo que mejor se ajusta a este profesor de Lengua y Literatura retirado, que ha vivido en Plasencia, lejos de los cenáculos literarios. Hidalgo Bayal se ha mantenido, libro tras libro, en la condición de ‘secreto a voces’, una especie de desinencia de la generación de Luis Mateo Díez, Luis Landero, etc.

Lo primero que salta a la vista al leerlo -en mi caso por primera vez- es que estamos ante un escritor de su tiempo, que no es ya del todo éste. La voluntad de estilo, la frase morosa y amorosa, muy sustanciada, nos hablan de un autor conocedor de su estirpe, enraizado en ella. Es agradable transitar por un verbo exigente pero no pedante, una prosa ancha y elegante, bastante fluida pese al gusto por la digresión, con suficiente humor y ternura hacia su personaje, compasión retrospectiva quizás.

Ese personaje, la voz narradora, es un chico de 24 años recién licenciado de la mili y recién licenciado de un amor breve pero intenso con una chica que ha tenido que abandonar la ciudad. Aburrido y sin noción clara de su futuro, para curar el desencanto, se embarca en la escritura de un libro con la intención de ganar un premio literario. Incapaz de encontrar inspiración, desemboca en las márgenes del río donde, a lo largo del mes de agosto, espía a un grupo de post adolescentes en una estampa que remite a las ‘muchachas en flor’ proustianas y a El Jarama de Sánchez Ferlosio.

Arde ya la yedra es una amena reivindicación del poder transformador de la literatura, de los vasos comunicantes entre realidad y ficción, de su transubstanciación en una época clave de la vida. Nuestro protagonista maquilla los hechos, los destila e incluso se adelanta a ellos, casi los precipita desde su libro: «Agradecía, pues, el favor que la realidad prestaba a la ficción, más aun considerando que con frecuencia es la propia realidad la que entorpece y estropea los caminos de la ficción, ya sea porque la realidad a veces es más inverosímil que la ficción, ya sea porque se niega a doblegarse a la necesidad de sus códigos y exige el pago de tributos».

A su personaje, Hidalgo Bayal le ha legado su pasión por los palíndromos, que está en el título de la novela del extremeño y en cada uno de los títulos de los capítulos de la novela de su personaje. El carácter lúdico de lo literario es muy propio de Hidalgo Bayal, que gusta de retruécanos y otros artificios que denotan su conocimiento y sobre todo su amor a la literatura clásica. Todo el libro está trufado de guiños más o menos evidentes: a Cervantes, a Flaubert, a Dante…

Es cierto que el juego metaliterario, con la escritura de la novela en proceso y la búsqueda diaria de su palíndromo, puede resultar reiterativo y que existen dos partes bien diferenciadas en esta novela (la segunda, una divertida y un punto patética narración de la gala del premio literario) que pueden descompensar el relato. Pero Hidalgo Bayal sabe llevarnos a esos días de primera juventud en la que todos hemos exagerado nuestras esperanzas y hemos vivido veranos con la sensación de ser los últimos. También sabe evocar, con su rememoración suave y su estilo cadencioso, ese descubrimiento de la página en blanco como vida de reemplazo.

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