Inspección de la violencia que vivió la II República en su tramo final y que condujo a la guerra
Además de los asesinatos y agresiones a clérigos, e incendios de iglesias, el libro apunta la cifra de medio millar de curas que hubieron de huir de sus parroquias durante aquellos meses
La II República se ha convertido, desde que el presidente Rodríguez Zapatero instaurase por ley su «memoria histórica», en el periodo de referencia de la política española, en estrecha unión con la Guerra Civil y el régimen que estuvo vigente en España hasta hace medio siglo. El tono con que se idealiza esa época adquiere hoy una intensidad que emborrona con etiquetas partidistas cualquier intento de aproximarnos a una lectura honesta y rigurosa de los auténticos acontecimientos y de su verdadera entidad. Hablamos de un régimen instaurado gracias a la provisionalidad ocasionada por un vacío de poder que, a su vez, respondía a una presión de connotaciones violentas o amenazadoras.
Galaxia Gutenberg (2024). 696 páginas
Fuego cruzado. La primavera de 1936
La República, transformada en legalidad por la vía de los hechos en abril de 1931, fue obra de una minoría que nunca pretendió fundamentar el nuevo Estado sobre un amplio acuerdo de convivencia, imperio de la ley y cambios de gobierno serenos. La Constitución de 1931 portaba en sus formas y sus contenidos la identidad más contumaz de la República: se aprobó sin referéndum y sin intentar granjearse una mayoría cualificada en que cupieran todas las sensibilidades políticas. Azaña insistió en ese sesgo. Asimismo, la Constitución reforzaba la herramienta de la censura en manos del gobierno, no admitía la plena división de poderes –sobre todo, la judicial– y marcaba una postura institucional hostil a la Iglesia. La existencia de la II República fue violenta, y no sólo en las calles: el estado de guerra o de alarma fue un modo habitual de gobernar el país durante aquellos años.
En este contexto cabe situar el libro Fuego cruzado, que, como indica en la segunda parte de su título, se centra en la violencia que hubo a lo largo de la primavera de 1936. Aunque los autores ya advierten de que, en este caso, el término «primavera» es muy amplio, pues abarca desde el 17 de febrero hasta el 17 de julio. Por ello, en estas abundantes páginas –de lectura muy fluida, con un estilo bien elaborado, que suele prescindir de adjetivos innecesarios y en cuyas frases hay un portentoso dominio del ritmo y la distribución de datos–, se brinda información a raudales, aunque se trate de una selección y del fruto de un cotejo cuyas limitaciones señalan los propios autores. Como sucede en el apartado en que se analiza la violencia contra las iglesias y los sacerdotes: junto a los asesinatos, incendios y agresiones a clérigos, se apunta la cifra de 500 curas que hubieron de huir de sus parroquias.
Los autores se esfuerzan por evitar cualquier valoración que ponga en duda la viabilidad o el cariz democrático de la República, remarcan el carácter violento de la Falange –a la vez que reconocen que este grupo político enterró a bastantes camaradas antes de hacer realidad, por su parte, la «dialéctica de los puños y las pistolas»– y de José Antonio, e incluso niegan que el secuestro y asesinato de Calvo Sotelo fuese un «crimen de estado», a pesar de detallar cómo el cuajado piquete policial –en el que se integraban civiles y pistoleros, además de agentes– responsable de aquellos actos estaba dirigido por oficiales que, pocas horas antes, acababan de salir del despacho del ministro de la Gobernación.
Por otro lado, va resultando evidente en cada epígrafe del libro la responsabilidad de las fuerzas izquierdistas, en especial el ala del PSOE que acaudillaba Largo Caballero, así como los sindicatos CNT y UGT. Todo ello, ante la incompetencia y arbitrariedad de un gobierno más empeñado en acusar a los «fascistas» y en depurar el sistema judicial, que en acabar con la violencia provocada por los mismos grupos que sostenían una mayoría parlamentaria fruto de unas elecciones marcadas por la irregularidad. En cualquier caso, las fuerzas policiales intentaron, en bastantes ocasiones, reaccionar ante la criminalidad organizada por la extrema izquierda, lo que saldó con cientos de víctimas. Aquí una conclusión llamativa: la mayor parte de la violencia la provocaba la izquierda más bolchevique y revolucionaria, y, por eso mismo, la mayor parte de muertos también eran de esta extracción política.
Un mes antes de golpe de estado que iniciara Franco en África, el diputado Gil-Robles pronunció un discurso en el pleno del Congreso para denunciar la colosal violencia que asolaba el país. Él computaba, entre el 16 de febrero y el 15 de junio, «160 iglesias totalmente destruidas; 251 asaltos de templos, incendios sofocados, destrozos, intentos de asalto; 269 muertos; 1.287 heridos de diferente gravedad; 138 atracos consumados; 69 centros particulares y políticos destruidos y 312 asaltados; 228 huelgas parciales y 113 huelgas generales; diez periódicos totalmente destruidos; 33 asaltos a periódicos, intentos de asalto y destrozos; 146 bombas y petardos estallados». En este libro, Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío, con todas las cautelas que han podido, aportan una cifra muy superior: 484 muertos y 1.659 heridos graves.