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El filósofo alemán Friedrich Nietzsche

Filosofía a martillazos de vitalismo fatalista y ufano

El último libro que consiguió editar Nietzsche, cuando cayó en la irremisible incapacitación mental: «El hombre que se ha liberado pisotea la despreciable manera de bienestar con que los mercachifles, cristianos, vacas, mujeres, ingleses y demás demócratas sueñan»

Uno de los filósofos más atípicos que han existido es quizá Nietzsche (1844–1900). En parte, porque, al contrario que muchos de sus compatriotas previos, la suya no es una filosofía sistemática, no sigue unos patrones de búsqueda de rigor y congruencia, de lo cual sería arquetipo Kant. Por otro lado, cabe preguntarse si el problema de la filosofía alemana consiste en su tardía incorporación al devenir intelectual de Occidente. Decía Rilke que uno de los inconvenientes de algunas naciones «nuevas» —como la suya, si hablamos de Checoslovaquia, grosso modo— era que adolecían de lo mismo que los pequeñuelos nacidos de matrimonios demasiado talludos: aprenden a sonreír en vez de reír con espontaneidad. Al contrario que en la Escuela de Salamanca, o que los empiristas británicos o los racionalistas franceses, los filósofos alemanes empezaron tomándose todo demasiado en serio; y especialmente, tomándose a sí mismos demasiado en serio. Filosofaron a lo prusiano. Para compensarlo, o para llevar esta actitud hasta su extremo —para arrastrar la Modernidad hasta sus últimas consecuencias—, surge Nietzsche, un hombre cuya biografía y obra se antojan un canto a la vigorosa contradicción que constituye la mera vida.

Para aproximarnos al pensamiento —por denominarlo de alguna manera— de Nietzsche, conviene conocer algo de su persona, de cuanto le aconteció en el tiempo que anduvo entre los mortales. En este sentido, el póstumo Ecce homo supone «el contraste realista de la autobiografía última del filósofo, la cruda confesión acerca de sí mismo», en palabras de Ricardo Yepes Stork, dentro del prólogo de Glosas a Nietzsche (volumen XXXII de las Obras completas de Leonardo Polo en EUNSA). Otra fuente relevante son sus cartas; en una fechada en agosto de 1887 expresa su frustración al constatar que su reciente Más allá del bien y del mal (1886) sólo había generado un centenar de ventas. Espigar en sus detalles biográficos no es tarea banal, pues los mimbres de su nacimiento y juventud impugnan lo que a veces pueda pensarse de él.

Tecnos (2023), 168 págs

El crepúsculo de los ídolos. Cómo se filosofa a martillazos

Friedrich Nietzsche

El nombre de Nietzsche es Friedrich Wilhelm (Federico Guillermo), el mismo que el de todos los reyes prusianos y luego emperadores de Alemania. Es testigo de cómo Prusia completa el proyecto de unificación germánica —gracias a los Federicos, los Guillermos y los Federicos Guillermos. Sin embargo, en sus libros se observa distancia y desprecio hacia el nacionalismo alemán, y pasará sus años más fructíferos dando la espalda a su patria, en Suiza y en ciudades como Génova, Turín y Niza. Reprueba con dureza el judaísmo y el cristianismo —según su propia opinión, «todo cuanto alguna vez se haya pensado y dicho como crítica contra el cristianismo es una frívola chiquillada» en comparación con su postrero El Anticristo (carta de 14 de septiembre de 1888)—, pero ensalza las virtudes de los judíos y admira con deleite a Cristo, e incluso detesta a los antisemitas. Hijo de un pastor luterano, no sólo predicará la «muerte de Dios», sino que dedica ásperas palabras a Lutero. Porque, según Nietzsche, el fraile agustino padre de la fragmentación religiosa en Europa no fue otra cosa que un fanático que buscaba la pureza religiosa, en una época en que, «por fin», la Iglesia católica se había paganizado, gracias a los papas corruptos y militaristas que financiaban las artes y las letras del Renacimiento. Para Nietzsche, la Reforma protestante fue una gigantesca catástrofe del humanismo.

Nietzsche es el filósofo de la «transmutación de los valores», del «filosofar a martillazos», del negar lo que se aprende en la escuela. Recibe una notable influencia de Schopenhauer (1788–1860) y de Wagner (1813–1883), para acabar lejos de sus posiciones, cuando no en declarada hostilidad. Tiene mentalidad rupturista, y sus textos son más bien poéticos o metafóricos: literatura arrebatada, impulsiva, pasional, a borbotones. A la filosofía tradicional la considera una colección de «momias», de conceptos muertos y falsos. Es un autor muy sugerente y provocador. Arremete con denuedo contra el cristianismo (y el judaísmo), porque lo considera moral de débiles, de resentidos, falseadores y castradores de la vida. Por todo ello, el aspecto más destacable de la filosofía nietzscheana es el vitalismo «irracional» y fatalista —el vitalismo lo aproxima a coetáneos como Henry David Thoreau y Walt Whitman, quien escribió: «Mientras viva, ser el rey de la vida y no su esclavo. ¡Ser verdaderamente un dios!». No en vano, uno de los fundamentos de la doctrina de Nietzsche es el poeta griego Teognis (siglo VI a.C.), que dejó epigramas como este:

Sé áspero y dulce; encantador y desabrido

con los siervos y criados, y también con tus vecinos y prójimos…

Caiga, pues, sobre mí el grande, ancho cielo broncíneo desde arriba

—espanto de los hombres nacidos en tierra—,

si no soy yo de bastante ayuda para quienes me aman,

y tormento y gran irritación para quienes me son odiosos

De esta forma, Nietzsche no niega todo lo trágico y doloroso de la vida, sino que lo acepta y lo encara con sonriente y ufana determinación, sin amilanarse. Por eso dice: «Si alguien tiene un porqué para su vida, soporta casi todos los cómo. El hombre no se empeña en alcanzar la felicidad; eso es algo que únicamente hacen los ingleses»; «El hombre que se ha liberado pisotea la despreciable manera de bienestar con que los mercachifles, cristianos, vacas, mujeres, ingleses y demás demócratas sueñan» (El crepúsculo de los ídolos). A lo cual añade: «Los hechos morales no existen: la moral es una interpretación falsa de fenómenos» (ibid.). De esta forma, él distingue dos morales; la tradicional —«de siervos»— y la del vitalismo sin escrúpulos, que denomina «moral de señores», inspirada en Teognis y la Grecia arcaica, previa a Sócrates. Se trata de la ética del hombre superior, que desprecia a los advenedizos e inferiores. Por eso propone: «Ayúdate a ti mismo, y todos los demás te ayudarán» (ibid.). Ante los inferiores, el señor actúa «como demande el corazón» (Más allá del bien y del mal). Como encarnación de la «moral de señores» aparece el concepto de «superhombre», que es el que no acepta dogmas, quiere la muerte de Dios, y es fiel a la tierra. «Manteneos fieles a la tierra y no creáis a quienes os hablen de esperanzas ultramundanas … El superhombre es el sentido de la tierra. Deja a tu voluntad decir: el superhombre tiene que ser el sentido de la tierra» (Así habló Zaratustra).

Se suele identificar a Nietzsche con el nazismo —no cabe negarse cierto influjo—, lo cual, con matices, cabe adjudicarse a la manipulación de su obra a manos de su hermana Elisabeth. Ella —y su madre— fue quien se hizo cargo de él durante bastante tiempo, después de que —hombre de frágil salud y dolencias encefálicas— se sumiera en el definitivo derrumbe de su conciencia en enero de 1889. Ella —y varios amigos, y la madre—, por tanto, contradijo aquello que aparece en El crepúsculo de los ídolos: «El enfermo es un parásito para la sociedad. En determinadas circunstancias, resulta indecoroso continuar viviendo. Persistir vegetando en cobarde dependencia de médicos y practicantes, después de que se haya perdido el sentido de la vida y el derecho a vivir, debería acarrear un profundo desprecio por parte de la sociedad … Debería crearse una nueva forma de responsabilidad, entre los médicos, que exigiera abatir, retirar, sin la más mínima consideración, la vida degenerada». Este fue el último de los libros que consiguió editar Nietzsche, cuando cayó en aquella irremisible incapacitación mental que se adueñó de él hasta su muerte en agosto de 1900.